
[Soledad de la Rosa]

-Como te muevas, te mato- dijo el jaque.

La otra puerta se abrió, y su compañero tenía también la pistola amartillada.

La cacheó, desarmándola.

Mientras, su compañero certificaba el fallecimiento del joven aristócrata.

-Se ha cargado al señor- resumió el espadachín.

Una mano la cogió del pelo, fuerte y sin miramientos, sacándola del coche.

Se contuvo el chillido de dolor.

No era una mujer blanda y no les iba a dar la satisfacción de verla pedir por su vida.

-De rodillas, zorra- dijo el hombre que la sujetaba, pateándole las corvas.

Cayó de rodillas y sintió el frio acerado del cañón de una pistola en su cabeza.

Hubo un instante de silencio.

Ella apretó los ojos cerrados y los dientes.

Iba a visitar al demonio antes de lo previsto.

-Esperad- dijo el hombre al que intentó disparar con voz jugetona- Sería una pena matar a un ser tan bello antes de pasar un buen rato.

Discutieron brevemente sobre si era de recibo violarla antes de pegarle el tiro o volarle directamente la tapa de los sesos.

Mientras que el que la apuntaba se mostraba rehacio, su compañero mostraba interés en montarla.

El cochero, que resultó ser un hombre rechoncho y de apetitos insanos, terció en el asunto, ansioso.

Le ataron las manos a las ruedas del carro.

El cochero se desabrochó enseguida el pantalón, relamiéndose.

-Yo primero- dijo.

Ni siquiera intentó resistirse, consciente de que eso acortaría su vida.

Dejó que el gordinflón se deshiciera de sus enaguas y la ropa interior, echándole la falda sobre la cara.

Ni siquiera le importaba mirarle el rostro.

Sonó un disparo, que le provocó un calambre nervioso.

No sintió nada en sus ingles, ni siquiera en la entrepierna.

Solo las botas del cochero dándose la vuelta.

Oyó otro disparo, y luego otro.

Alguien corrió y otras pisadas fueron tras suya, dándole el alcance.

Cabeceó para liberarse de la falda, cosa que consiguió.

Su mirada se topó con los cuerpos de los escoltas en el suelo.

Un hombre de oscura capa forcejaba en el suelo con el cochero, dándole puñetazos.

Dióle al cabo uno bien fuerte, dejándolo aturdido.

El asesino llevaba la cara tapada por el sombrero de ala ancha y no pudo verlo bien en la oscuridad.

Arrastró al cochero hasta el carro, atándole a la otra rueda.

Se puso en tensión cuando el hombre, acercándose a ella, reparó en su lamentable estado y en su pubis desnudo.

Se quedó quieto un momento, como reflexionando.

-Hideputas- dijo una voz que le era muy conocida- Sádicos hideputas.

El hombre se agachó, cortando sus ligaduras con una daga.

Reconoció su olor, o más bien, su perfume.

Manuel, el lacayo.

Jamás se alegró tanto de reconocer a un hombre.

La ayudó a levantarse, cubriendo sus ropas desgarradas con su propia capa.

Ella todavía estaba conmocionada por lo sucedido.

El lacayo se asomó al carruaje, silbando, impresionado.

-Más tieso que la mojama.

Trocó una de sus pistolas descargadas por las del muerto que no llegó a usarla.

El otro fallaría el tiro, supuso ella.

Miró los ojos de su salvador.

No parecía muy orgulloso de lo que había hecho.

Era un buen hombre, pensó, y ella le había rechazado en la sala de esgrima.

La de vueltas que da la vida.

Sonrió mientras recuperaba las prendas que le había arrebatado y su daga.

-Gracias.

El lacayo miró al camino con desconfianza.

Se le notaba nervioso.

Ella se había inclinado ahora ante el cochero, sosteniendo la daga.

Le abofeteó para que despertara.

El gordinflon la miró, aturdido.

-¿Que?

-Esto es para que no vuelvas a tocar a una mujer, cerdo.

Hubo un grito desgarrador, y al cabo de un momento ella lanzó con asco un trozo de carne sanguiolento.

Sonrió, macabra, viéndole sufrir antes de desangrarse por la entrepierna cercenada.

Cuando dejó de gritar, muerto o medio muerto, lavó su mano y la daga con un zaque de agua, tomándose un rato para ordenar sus pensamientos y su

ánimo.

Demasiado horror en tan poco tiempo.

-Debemos largarnos, vendrán- dijo el lacayo, impaciente.

No preguntó quienes, pues eso daba igual.

Más espadachines, el vizconde de la Encina y sus gentilhombres, los archeros de la guardia, el Gran Capitán y sus soldados o el copón de bullas.

Lo cierto era que estaba viva y

él la había salvado.

Le siguió hasta su caballo, en el que

él montó primero.

-Hay que ir a la casona del vizconde, el chico no sabe que hay que robar el documento.

-Habrá que darse prisa entonces.

La ayudó a subir, caballeroso.

Cualquier cerdo la habría dejado tirada allí atada para que la violara un arriero que pasara por allí al dia siguiente, o lo habría hecho

él mismo.

Se había portado como un caballero de novela y aquello merecía su recompensa.

-Manuel.

.

.

-susurró.

El hombre giró la cara, mirándola.

Ella le dió un beso, uno sincero y dulce.

Le miró un momento, antes de separarse.

-Quizá al final de esta noche, si salimos vivos, puedas reclamar el resto.

El jinete sonrió, picando espuelas.

Y un caballo surcó, raudo como el viento, la oscura noche en dirección a Madrid.
