Gracias a Throx por su paciencia en el messenger.

Con esto dejamos la aventura practicamente acabada.

---------------

A la tercera va la vencida.

Eso pensó el joven Manuel cuando consigió trepar al tercer intento por la pared de la casona.

Entreabrió la ventana, apoyado un pie en el poyete.

El interior se veía oscuro, pero brotaban los incofundibles ronquidos de una mujer mayor.

Accedió a la casa con sigilo, mirando la habitación.

El ama dormía a pierna suelta, por lo que resolvió ir a otra sala a cometer latrocinio.

Pasó a una despensa llena de sábanas y ropa doblada y luego a un patio interior.

A su derecha, escaleras de bajada.

A su izquierda y de frente, más hileras de habitaciones.

Se asomó, cauto, al claustro.

Un sombrero vencido hacia delante y más ronquidos, ahora masculinos.

Era un jaque o hombre a sueldo e iba bien armado, pero se había quedado dormido.

Prosiguió sin más dilación el registro de la planta de arriba.

En los aposentos de Alberto del Castillo robó tapices, cuadros, plumas y demás objetos que metió en el zurrón.

Dentro de la habitación, tras cerciorarse de que nadie dormía tras la cortina de la cama, se hizo con varios objetos del joven aristócrata, entre ellos anillos, collares, algunas piezas de ropa de calidad y una espada de muy rica guarda.

Rebuscando en el fondo del arcón topó con un doble fondo donde guardaba una carta y un sello con una N y una S de oro grabadas.

Lleno su macuto de objetos por los que sacaría suficiente dinero como para estudiar bachillerato en Salamanca a cuerpo de rey, bajó peldaño a peldaño las escaleras del patio.

A mitad de camino, un tremendo escándalo sacudió la casa.

Entrando por la puerta, un hombre de agria voz madura despertó a todo el mundo a voces.

-¡Alberto!- reclamaba.

Trató de esconderse, pegándose al pasamanos de la escalera, que era de sólida piedra.

Despertó el guardia de súbito.

-Avisad a mi hijo, debemos irnos ya.

La visión del ama tropezándose con

él en la escalera le espantó.

La vieja chilló, asustada por topar con aquel pequeño bulto que se movía.

Pánico, indecisión.

¿Que hacer? Pesaba demasiado para empujarla escaleras abajo.

Un impulso movió la mano hacia su estilete, y la mano armada hacia delante.

Hirió un brazo de antuvión, recibiendo una bofetada histérica en el muslo.

Aquella condenada no se apartaba, y ya se acercaban los hombres con las espadas en la mano.

Acuchilló, esta vez apuntando al cuello.

Clavó la daga hasta la guarda, provocando que la mujer cayera de culo y, con las manos en el cuello, rodara escalera abajo, haciendo caer a los otros dos hombres.

Solo quedaba escapar.

Algo le movió, un sentimiento de rabia ciega.

No quería irse sin despedirse particularmente.

Asi que saltó como un felino, aterrizando sobre unos de los bravos cuya pierna dejó maltrecha de una puñalada.

Sintió como le cogían las piernas mientras que el herido, revolviéndose, le daba una estocada en el pecho que resbaló de filos, haciéndole un corte de poca gravedad.

Se zafó, lleno de miedo, de aquellos hombres que le sujetaban tenazmente.

Corrió hasta la puerta, chillando cuando una bala zurreó cerca de

él, estrellándose en el marco de la puerta.

Salió, pero tuvo que frenar en seco.

La noche estaba iluminada por multitud de antorchas y linternas.

Armados hasta los dientes, algunos con arcabuz o rodela, un enjambre de corchetes esperaban en la puerta, creando un semicírculo infranqueable.

Respiró, agitado, confuso.

Un hombre de gran barba con una cicatriz y una vara de alguacil se adelantó a hablarle.

-Apartate chico- dijo Saldaña.

Aprovechó el pasillo creado para salir corriendo calle abajo con el fruto de su robo a cuestas mientras miraba hacia atrás, curioso.

Sus tres perseguidores se detuvieron en la puerta, como

él, ante el muro de pistolas que se alzaron, amartilladas, apuntándoles.

-Don Rufino del Castillo, vizconde de la Encina, daos preso en nombre del rey- dijo Saldaña.

El hombre se mostró confuso mientras que sus guardias arrojaron inmediatamente sus armas, levantando las manos.

Manuel se paró al fondo de la calle, contemplando la escena.

-Ninguna autoridad tenéis sobre mi, soy Grande de España.

Esto es un ultraje.

-Esta orden, señor, procede del rey don Felipe, que la ha rubricado- alargó una mano desnuda, como reclamando su espada- Si os resistís, se os tratará como a cualquier criminal.

Entregadme vuestras armas.

Finalmente, escupiendo entre sus escarpines, el noble entregó su espada, dejándose maniatar con altivez.

Al doblar la calle, unas manos retuvieron a Miguel.

Soledad le habló, dulce.

-¿Estas bien?- preguntó.

Realmente no sabía si lo estaba o no, pues todavía no había reparado en el hilillo de sangre que le bajaba por el pecho.

Les miró, confuso.

-Necesito que me digas si has encontrado una carta en una de las habitaciones más lujosas, un dormitorio, es lo que estaba buscando.

Extrajo del macuto la carta, la cúal les entregó sin más dilación.

Se zafó de las manos del lacayo, perdiéndose en la noche, rumbo a su casa.

El peso de lo que había hecho cayó sobre

él y sólo tenía ganas de llorar en su jergón.

Al fin y al cabo, tan sólo era un niño.
