5 de julio de 1621.

"Un rufián de alcurnia"

Un carruaje escoltado por un buen número de caballos y formado por catorce personas escoltaba un coche de caballos de firmes ruedas que recorría despaciosamente y desde hacía tres días el camino real de Madrid al sur de la Península.

Algunos guardias efectuaban batidas a caballo para reconocer el terreno y detectar posibles percantes con antelación, mientras la señora iba sentada en el carruaje con el ama y un viejo caballero con el que mantenía animada charla.

De vez en cuando, un negro jinete se acercaba al ventanuco para intercambiar pareceres con la señora, bella y refinada, de gesto autoritario.

El rufián les andaba siguiendo desde Madrid, con instrucciones sencillas de un enmascarado caballero de la corte.

Su seguimiento lo hacía de lejos y con catalejo, sin delatar su presencia en ningun momento.

El día fue largo, y pararon en una inmunda posada a descansar.

Llegó una hora después que la comitiva, dejando tiempo para que los guardias de la puerta

(dos tipos de aspecto fiero y buena mano), no sospecharan de

él.

Se atusó la polvorienta capa un par de veces antes de tomar asiento en el

ángulo oscuro del habitáculo, sólo iluminado por una chimenea.

Pidió un poco de pan y longaniza con una jarra de vino, bueno o malo, que vació a pequeños sorbos, distraido.

Su distracción era debida a la presencia de la dama, en la mesa junto a la chimenea.

La estuvo observando un buen rato, profesional.

Tras despedir al viejo caballero y quedarse sola con su ama y el tipo de negro, vió un cruce de miradas entre ellos, afectuoso, tal vez tentador.

Había algo más que palabras entre aquellos dos, y barruntaba que la señora no iba a dormir sola.

Aquello complicaba levemente las cosas.

-Señor- dijo llamando al posadero-

¿Podéis invitar a una jarra de vino a aquel gentilhombre? A mis expensas.

-¿Por algo en particular?

-Admiro su estampa.

-Entiendo- repuso, no muy convencido.

Malatesta miró al gentilhombre, que alzó su jarra levemente en saludo cortés.

Sonrió, sarcástico, mirándole de hito en hito.

Sombrero de ala doblada de color verde, capa larga, espada cazoleta con damasquinos en la guarda, bigote y bozo.

Sus ropas delataban un aspecto aristocrático.

Un caballero de viaje, resumió.

Se bebió media jarra de un trago, hablando con doña Violeta.

Al cabo, el gentilhombre vino a levantarse y se acercó a su mesa.

Sin que nadie se percatase, derramó una ampolla de somnífero sobre la jarra del caballero, mientras actuaba.

-Disculpen vuestras mercedes mi atrevimiento, pero no he podido evitar fijarme en vuesas mercedes, y he de decir que gratamente, ya que suelo frecuentar aquesta posada y los que en ella suelen morar no son de tanta condición.

Suelo hallarme, pues, bastante fuera de lugar- sonrió, sincero- Don Canuterio González de la Hiedra, para servirles.

Miró hacia un lado, entretenido.

-No quisiera causar molestias a vuestras personas, por lo que, con vuestra venia, partiré al tan merecido jergón.

Les deseo buenas noches.

Marchó a su habitación, como había dicho.

Abrió la ventana, y miró la luna, calculando la hora.

Se sentó a la luz de la vela a leer

"Política de Dios, gobierno de Cristo", mientras aguardaba.

Tenía sobre el lecho la cuerda preparada, y su caballo relinchaba de vez en cuando, asustado por la oscuridad, en la linde del bosque.

Pasaba las hojas despaciosamente, regodeándose en las frases más rebuscadas, haciendo tiempo hasta que escuchó los pasos, y las risas.

Pegó la oreja a la madera de la pared, escuchando.

El somnífero hizo efecto, y tras consumar el acto, el caballero emitió grandes ronquidos.

Dejó una hora de margen, hojeando el libro, hasta que salió al pasillo.

Las luces estaban apagadas, y el movimiento en la posada había cesado.

Tan sólo se escuchaba, de vez en cuando, el sonido monótono de las pisadas de los guardias, en el patio de la casona.

Abrió la puerta con la ganzúa, despacio.

Al cerrar, vió una sombra levantarse

(pese a su cautela).

La dama tomó una pistola del cinto de Malatesta, zarandeándolo brevemente.

Nada, no despertaba.

El rufián tomó el pañuelo mojado de cloroformo, intentando rodear a la sombra.

Sonó el clic de una pistola.

Era lista, además de guapa.

-Tirad lo que lleváis en las manos- dijo la mujer.

-Os ruego que soltéis ese milanés, o podréis haceros daño.

La dama se acercó bruscamente, intentando golpearle con la culata.

Esquivó el golpe, intentando cogerla.

Se zafó, volviéndole a apuntar.

-¡De rodillas! U os vuelo el pecho.

Tomó la pistola de un puñado, sin dificultad.

Ahora las tornas se cambiaban.

Haciendo caso omiso a sus insinuaciones, la durmió poniéndole el paño en la nariz.

Después de atarla a la cuerda, y esta a la ventana, la bajó hasta el suelo.

Con mucha agilidad, bajó por dicha cuerda y se la llevó, cual fardo, hasta su corcel.

La sombra se alejó en la noche, riendo entre dientes.

Aquello estaba hecho.


