2 de julio de 1621.

Puente del Manzanares.

La mañana preveía un día de bochorno veraniego.

Junto al peaje de entrada a Villa y Corte, un hombre aguardaba, puntual, la llegada de sus compañeros.

Comprobó las alforjas de su caballo moruno, donde cargaba buena provisión de vituallas para el viaje.

El maltés palmeó el cuello tenso y caliente de su corcel, hablándole al oído.

Un hombre le interrumpió en su conversación equina.

-Creo que ya estamos todos- dijo don Luis Martínez.

El alguacil llevaba un caballo cogido por el bocado, y junto a

él estaba la imponente mole del

"Oso", bajo la ancha ala de su sombrero y la capa donde ocultaba las pistolas.

Montaron sin más, encaminándose hacia el sur.

El viaje fue largo, y dió la oportunidad al maltés de conocer más a aquellos hombres.

Don Luís era flemático de gestos pero ardoroso de voluntad, pulcro y relamido, pero peligroso en combate.

Formaba, no obstante, buena pareja con Molero, siempre tan optimista y arrojado, bonachón y simpático.

Era un bruto entrañable.

Don Luis había servido en Flandes, y había obtenido la licencia hacía poco, en Fleurus, despues de que a su compañía la diezmaran de forma que

él, un triste cabo, mandó los restos

(15 arcabuceros y seis piqueros), aguantando la

última carga holandesa antes de conseguir, abonada por la sangre de muchos españoles, una triste victoria en aquella jornada.

El Oso también había estado en la guerra, en las galeras del rey que combatían al turco.

Su historia era más rebuscada, impropia de un tipo tan sencillo.

Enamorado de una mora de Orán, se dió de estocadas con otro pretendiente, evadiéndose de la guarnición para evitar ser colgado.

Navegó con los corsarios mallorquines al servicio del rey, capturando muchas naves con la bandera de la media luna, y ganando amargos y valiosos recuerdos en aventuras y desventuras.

Eran buenos tipos, en el fondo, y se complacía en tratarlos como amigos.

15 de junio de 1621.

Sevilla.

Llani les esperaba de pie, bajo un tendido y entre los parroquianos que deambulaban por la calle.

Su señor le había mandado aquel trabajo tan extraño y poco usual, pero sin embargo emocionante.

Le habían descrito bien a aquellos hombres: un sujeto de bigote y bozo con la cruz de Malta, treinta y pocos y aspecto soldadesco, un rubicundo gigantón peludo y un hombre moreno y repeinado.

Venían a caballo y con capas de viaje llenas de polvo, o eso esperaba.

-¡Era el bravo Escamilla, prez y honra de Sevilla!- pregonaba un vocero, con la mano estirada pidiendo limosna por contar la historia del más famoso jaque que alumbró la ciudad hispalense.

Suspiró.

Quizá iban a tardar un rato más.

Raúl Rodriguez salió a darse una vuelta.

Era festivo y quería aprovechar para ultimar la reapertura de su fábrica de armas de fuego.

Para ello, debía ir a hablar con el gremio de armeros y plateros de la ciudad, a la dirección que le había proporcionado el viejo herrero.

Iba mascando una manzana comprada a dos maravedís, razonablemente madura y jugosa, mientras pensaba en lo suyo.

El Maltés estaba cansado, y llevaba al corcel de las riendas, pie a tierra, caminando entre los transeuntes que les esquivaban.

Vió lo ojos de un joven que pareció reconocerles bajo la sombra de un tendido.

Pero antes de acercarse al joven, tuvo un choque fortuito con un hombre maduro y reseco con aspecto de matarife.

-
Porca miseria
- blasfemó- A ver si miráis por do vais.

El voseo le hizo detenerse, y detuvo también la disculpa que le bailaba en los labios.

Le miró fijamente, sin más.

Estaba demasiado cansado para jugar a caballeros.

-¿A qué esperáis para disculparos?

-Iros al cuerno- dijo don Luis, tan fogoso como siempre- Que somos gente hidalga y principal, y os conviene no meteros en líos.

El hombre, que iba acompañado por una cuadrilla de seis bravos que cargaban más acero de Vizcaya

(todos con sospechoso aspecto de gente extranjera), rió de buena gana, sarcástico.

-Vos si que no sabéis con quien os la estáis jugando, petimetre.

-Al menos yo no soy un marrano- replicó, guasón.

El italiano echó mano a la fisberta, ofendido.

Hubo refulgir de centellas saliendo de las vainas, y la gente creó un círculo entre los contendientes.

-Yo os mostraré que nadie insulta impunemente a Salvatore Fabris.

Fabris.

.

.

Ese hijo de puta estaba allí, delante de sus narices.

Sin pensárselo dos veces, Raúl sacó uno de los revólveres de rueda y, con gran maestria y provocando gritos entre el público femenino, dejó tiesos a dos matarifes del italiano, saliéndole malo el

último tiro.

Hubo un silencio, y Fabris miró al pistolero, que ahora tenía una espada en la mano.

-Mi nombre es Raúl Rodríguez- dijo, despaciosamente- Tu mataste a mi hijo.

Preparate a morir.

Bailaron las centellas, dándose la peor parte los hombres de Fabris, heridos y alguno muerto, cogidos por varios frentes, pues el lacayo Jose Antonio también había terciado en la pelea, atacándoles por retambufa.

La gurullada, empero, disolvió el duelo con sus gritos.

Antes de que se perdieran en las callejas, Rodríguez pudo hacer sangrar a su mortal enemigo, lamentablemente con un tajo de poca entidad sobre la ceja.

-¡Ténganse a la justicia!- gritaba el alguacil.

Llani reaccionó enseguida, envainando.

Tomó al maltés por la manga del jubón.

-Seguidme, se donde ocultarnos.

Y se perdieron, calle abajo, rumbo a la taberna de Escamilla.
