Amberes, marzo de 1622.

Algunos hombres blasfemaron.

Una de las ciudades más grandes del mundo se extendía ante ellos: rica, pujante, comercial, majestuosa tras su circuito de murallas y fuertes bastiones.

Cruzaron el ancho Escalda sobre el puente de barcas construído por Alejandro Farnesio en el año 85 del siglo viejo, cuando las esperanzas orangistas cayeron en picado tras la conquista de esta rica ciudad.

Felipe II, según contaban, había entrado en plena noche en la habitación de su hija para darle la nueva, con la brevedad que le era característica.

"Nuestra es Amberes".

Y, desde entonces, lo seguía siendo.

Las lanzas refulgieron en el mortecino sol del Brabante, sobre las frías aguas del río, mientras los sargentos que encargaban que nadie rompiera la fila, através de las calles más anchas y principalees de la ciudad.

Los valones se asomaban a verlos desfilar, siempre impresionados o temerosos de su fiero aspecto fiero y cetrino, meridional.

En el castillo de Amberes, don Fadrique de Mendoza repitió el ritual de todos los días.

Sentado en una silla y con una manta tapándole la rica armadura pavonada en la que lucía la banda de seda roja, echaba la cabeza para atrás, respirando suavemente mientras el barbero retocaba las puntas vueltas de su bigote aristocrático después del afeitado y recorte del bozo y barbita puntiaguda.

Al término, uno de sus criados le daba a una

órden su espada envainada, la cual procedía a revisar ceremonialmente dejándola correr arriba y abajo tres veces.

Finalmente, y mientras el criado le colocaba el arma en el tahalí, requería el bastón de mando, aclarándose la garganta, y apartaba con

él al barbero, siempre colocado delante del espejo, donde daba un

último repaso ocular a su impecable aspecto

(guantes de ante, carísimo cuello valón, y botas de piel, asi como un gracioso chapeo de ala plegada, empenachado de rojo y azul).

Con paso ceremonial, cúal si fuera el papa de Roma, salíó al patio de armas.

-Buenos días, don Leovigildo

-dijo con mucha política a uno de sus entretenidos.

-Buenos días, señor

-respondía este, con su clásica reverencia.

-¿Hay novedades, don Antonio?

-Una compañía de arcabuces al mando del capitán González ha venido para reforzarnos por

órden real, gente plática, según se nos ha comunicado.

El que había hablado era el sargento mayor Antonio Castells, un catalán magro y membrudo que delataba en sus canas largos años de victorias y derrotas en servicio de dos reyes distintos, ahora tres.

Los hombres formaban por compañías en la explanada, bajo la bandera flameante del Tercio en las alturas del bastión, cuyos amenazantes muros se adentraban en la ciudad y discurrían paralelos al río, erizados de cañones, formando una graciosa forma geométrica similar a una estrella.

Don Fadrique se acercó, con una mano apoyada en la cintura y otra sobre la empuñadura de su rica espada de conchas.

Al pasar delante del capitán González, este se tocó mecanicamente el ala del sombrero en un respetuoso saludo.

-Vos debéis de ser el tal González, asupongo

-dijo en tono pedante.

Algunos de los arcabuceros se amostazaron un poco, retorciendo el mostacho por aquel

"vos".

Nada bueno presagiaba aquella falta de respeto.

-Capitán Eustaquio González, señor maestre.

A vuestras

órdenes.

-Claro.

.

.claro

-repuso el maestre, llevándose un pañuelo perfumado a la nariz-

¿Y me dicen que vuestros hombres son pláticos?

-Gente vieja y del oficio, señor maestre, pocos bisoños pero bien adiestrados por sus mejores.

-¿Como, bisoños decís?

-don Fadrique simuló amostazarse un poco, como picado en el orgullo- Entonces vuestra compañía no es de soldados viejos.

-Yo mismo instruí a los pocos mozos que no han visto combate, y tras un mes por el Camino Español os puedo certificar que sabrán estar a la altura de los miembros más vetustos.

-Sonáis arrogante, estimado Gutiérrez, para haber llegado aquí hoy mismo

-le dió ahora el lado, mirando el horizonte- Largo tiempo llevo en Flandes guardando Amberes, durante la paz.

Ahora me envían más soldados, y Dios sabe si no tendremos que entrar en combate.

-Con todo respeto a usía, señor maestre, creo que para eso nos alistemos todos.

Alzó una mano como para pegar, pero el capitán tomó igual de rápido la empuñadura de su cazoleta, haciendo visos de desenvainar.

El maestre retorcía el mostacho, de pura ira.

-Maldita sea vuestra arrogancia, señor.

Durante más de cinco años he mantenido excelentes relaciones con valones y holandeses, hasta que la tregua expiró.

No consentiré que se me tache de cobarde, cuando cumplí mi deber con pundonor.

Lejos de esta discusión, un arcabucero maduro y con evidente aspecto de veterano canoso, habló en voz baja al oído del joven Nicolás de Buenaventura:

-Muy amigo debía de ser de los holandeses, a fe mía.

-¿Quién ha roto el silencio?

-bramó el maestre de campo.

Al poco, túvolo delante, muy cómico en su ira petulante.

El veterano no tuvo menos que sonreirse, al aire casual.

-¿De que demonios os reís?

-gritó don Fadrique a pleno pulmón, cruzándole la cara con el bastón de mando.

Se volvió luego al sargento de la compañía

-Castigue a este hombre inmediatamente.

El maestre regresó a sus amadas estancias, mientras el sargento vacilaba entre cumplir o no la

órden.

El capitán Gutiérrez detuvo su mano, que iba a pescar el jubón del entrometido veterano.

-Ya está bien por hoy, sargento.

Él y el canoso soldado viejo intercambiaron una significativa mirada de condescendencia, mientras el resto de los hombres quedó convencido de que tal vez el peor enemigo no llevara la banda naranja de los Estados.

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