
[Padre Julián San Martín]

A pesar de haberla perdido de vista, sólo había que seguir el rastro de soldados españoles para volverlo a recuperar.

Cuando un grupo de ellos entraron en la taberna la vi componerse un poco a la puerta, erguirse y entrar.

Era rubia y con esos ojos claros que hechizan a los varones del sur, como casi todas.

Y mejor parecida de lo que debiera, por todos los demonios.

Los aullidos que la saludaron me hicieron sacudir la cabeza como quien nunca verá aprender a un pupilo sin interés.

Entiendo bien esa llamada, aunque yo ya no la responda.

A punto de cumplir la edad de Cristo, hace sólo siete años yo aun vivía en el siglo, y ese de la mesa de la esquina con tanta cerveza por la barba como dentro de la jarra, a quien tuve tiempo de ver justo antes de que se cerrara la puerta rebuscándose el dinero con los ojos como platos podría ser yo perfectamente.

¡Babuinos! Si no templanza, Dios al menos podría conceder prudencia a su hueste.

La certeza de que el de la jarra u otro como

él

(o varios) obtendría lo que ambos querían en cuanto refulgiera una moneda me hizo desistir del sigilo, y entré detrás de ella, sin ruido, tratando de actuar antes de que el inevitable silencio se fuera extendiendo.

Si no eran españoles todos los que estaban dentro es porque las flamencas revoloteando por allí equilibraban el número.

En una de las mesas pude ver de refilón, mientras me hacía cargo de lo que podía, a un grupo donde todos reían menos uno de ellos, más joven y mejor vestido, que parecía molesto con las risotadas y el meneo de caderas y escotes.

Niño bien.

¿Os parece basta la mercancía? No os queda nada.

Si las buscáis con más estilo, habréis de esperar a que se callen los cañones.

Entonces me quedé un instante sorprendido al ver, o creer que veía, a don Jacobo en una mesa al fondo.

Como mi mente estaba puesta en la búsqueda de pecado de cintura para abajo, lo primero que pensé es que seguramente el buen doctor tendría el juicio de abstenerse de conocer bíblicamente a las presentes, teniendo en cuenta lo que habíamos discutido, pero luego imaginé que sin duda estaría allí precisamente para intentar solucionar el tema que nos había tenido ocupados todo el día.

Intenté saludarle, pero en ese momento se levantó y se volvió de espaldas.

Aquella mañana, González no había dicho ni so ni arre sobre lo de ayudarle a encontrar la causa del brote de sífilis, así que me puse a ello sin esperar bula ni papel.

Decidí desde el principio ignorar a las mujeres que se quedaran atrás, ya que precisamente por quedarse dejarían de ser un problema.

De buena amanecida, dolorido más por estar tumbado incómodamente que por los palos recibidos, busqué los efectos del oficio que había dejado el páter anterior y me presenté estola en diestra y biblia en siniestra a las afueras del campo.

No había dado dos pasos fuera cuando vi aparecer a una de las mujeres que se arrimaban al campo con las manos entre el refajo.

O venía de componérselo o se aprestaba a soltárselo para aliviarse.

El caso es que fue verme, dar un bote y empezar a persignarse, mentando a la mare de Deu y a la purísima concepció.

No me hizo falta preguntar.

Católica y catalana.

Bien empezamos.

-Soy el padre San Martín.

Decid a las otras mujeres que hoy podrán confesarse conmigo antes de que el campo se mueva.

La mujer parecía paralizada.

-Si us plau

- añadí.

Esto pareció hacerla reaccionar y se fue con una rapidez que yo interpreté más como alivio que como presteza.

Desde ahí, lo demás había sido un largo día de confesiones, primero en una esquina apartada bajo un

árbol donde colgué un crucifijo mientras se recogía la impedimenta, y luego de camino a Amberes.

Aunque yo intentaba dirigir la conversación hacia lo que buscaba, las mujeres se inhibían y se metían en otras otras cuitas de las que desahogarse.

Por lo visto, mi antecesor no sólo las tenía mal atendidas, algunas de ellas con semanas sin confesión, sino que al parecer tenía menos curiosidad por el fornicio que la que me suponían a mí, lo cual las ponía en guardia.

Además, cuando la noticia se fue pasando, algunos de los hombres quisieron venir también, lo cual me complicaba el asunto, así que tuve que decirles que esperaran a que pudiera decir misa como Dios manda en Amberes, con la honra que merecían su condición y esfuerzo.

Esto los dejó contentos y ufanos y les hizo aceptar sin excepción.

Resumiendo a vuestras mercedes: entre una cosa aquí y otra allá fui dirigiendo mis pesquisas.

Las hispanas no se fiaban de las flamencas y las tenían celos y ojeriza, ya que muchos las preferían por lo exótico, dejando lo conocido para cuando las monedas que restaban en la bolsa fueran más menudas.

Había conseguido ir hablando con casi todas, alguna hasta en latín

– qué desperdicio de tiempos, Señor

– pero esta rubia, a quien había visto pasar de acá para allá todo el día, siempre se me había ido.

Fue al entrar en la ciudad cuando finalmente lo noté: tras evitarme la mirada, la alzó y debió de verme algo que la hizo salir corriendo.

Yo me contuve para no ir detrás de ella.

Eres tú, lo sé.

Vete ahora, que arrieritos somos.

Entonces tenía que ir al castillo a presenciar el saludo de Don Fadrique a las tropas.

Esta noche saldrás de la madriguera, seguro.

Y aquí estábamos ahora, la primera mesa a la derecha nada más entrar.

El de la barba remojada había conseguido sacarse unas monedas, de dónde mejor no lo pienso, y sólo por enseñarle su brillo la molinera aquella o lo que fuera ya le estaba echando una sonrisa que brillaba aún más.

Me acerqué en dos pasos y se cortaron las sonrisas en seco.

-‘Necesito hablaros, hija.

Ahora.

’

-Ik begrijp het niet.

.

.

-Sí que entendéis, sí, que

él en flamenco no sabe cortejar.

El solicitante, sorprendido y amostazado a partes iguales, miraba con el ceño fruncido.

-¿Qué es esto, padre, me vais a retirar la compañía para disfrutarla vos?
Le miré severamente, pero

él no se dio por reprendido.

-Peste de curas.

Peores que los herejes.

Lleváosla si queréis.

Y tened esto para pagarla.

Se movió sobre una pierna y dejó escapar un sonoro pedo entre las risotadas de los demás de la mesa.

Ya lo que me faltaba.

Aparté a la chica y me acerqué a la mesa.

La concurrencia no esperaba algo así, y se quedaron sorprendidos.

Cogí la jarra del bravo y me bebí la mitad de lo que quedaba ante la atónita mirada de toda la compaña.

Luego la dejé sobre la mesa, me agaché ligeramente hacia

él y le solté un eructo aún más sonoro.

Hubo un segundo de silencio antes de que los camaradas del propio fueran un zumbido de murmullos y risas más o menos contenidas.

El soldado intentó echar mano al cinto más por reflejo que otra cosa.

Yo le agarré la muñeca antes de que la armara y me acerqué a su oído.

-Si habéis de portaros como un animal, para otra vez buscaos una casada.

A no ser que queráis mear cuchillas.

El hombre miró a la moza con súbito entendimiento y retiró la mano del arma.

-Está bien.

.

.

Pero hay formas de decir las cosas, padre.

-Sabias palabras, a fe mía.

Aplicáoslas la próxima vez.

Decid a todos que mañana hay misa de nueve.

Me volví hacia la chica y la cogí del brazo hacia la puerta.

-Se os acabó el negocio por hoy.

Vamos.
