HOLA MANOLO, MUCHO BARATO

Hay un bonito ejercicio visual, interesante cuando estás de viaje y con poco que hacer.

Sentado, por ejemplo, en la terraza del bar frente al museo nacional de Kioto, o bajo el reloj del ayuntamiento de Praga, o en el Pont des Arts, camino del Louvre.

En cualquier lugar por donde transiten grupos de turistas dirigidos por un guía que levanta en alto, sufrido y profesional, una banderita, un pañuelo al extremo de un bastón, o un paraguas.

El asunto consiste, observando aspecto y comportamiento de los individuos, en establecer de lejos su nacionalidad.

Hay grupos con los que, aplicando estereotipos, no se falla nunca.

Pensaba en eso hace unos días, en Roma, viendo a unos sacerdotes altos y guapos, en mangas de camisa negra de cuello clergyman, con suéteres elegantes de color beige colgados de los hombros y zapatos náuticos marrones.

Atentos pero con aire un poco ausente, como si su reino no fuera de este mundo.

La conclusión era obvia: curas de Boston para arriba, Nueva Inglaterra o por allí.

Contrastaban con otro grupo próximo: rubicundos varones con aire jovial de campesinos endomingados, legítimas cloqueando aparte, de sus cosas, e hijas jovencitas siguiéndolos con desgana, vestidas con pantalones de caja muy baja y ombligos al aire, acribillados de piercings.

No había necesidad de oírles hablar gabacho para situarlos en la Francia rural profunda.

Creo que hasta exclamaban:

«¡Por Toutatis!».

Cuando se tiene el ojo adiestrado, un primer vistazo establece la nacionalidad de cada lote.

Hasta de lejos, cuando podría confundírseles con adolescentes bajitos, a los japoneses se les reconoce porque siguen al guía

–por lo general, chica joven y también japonesa– con una disciplina extraordinaria: nunca tiran nada al suelo ni se suenan los mocos, fotografían todos desde el mismo sitio y al mismo tiempo, e igual hacen cola hora y media bajo la lluvia para subirse a una góndola en Venecia que para beber sangría en un tablado flamenco de La Coruña.

Todos llevan, además, bolsas de Louis Vuitton.

Identificar a los ingleses es fácil: son los que no hablan otro idioma que el suyo y llevan una lata de cerveza en cada mano a las nueve de la mañana.

En cuanto a los gringos de infantería, clase media y medio Oeste, se distinguen por sus andares garbosos, las apasionantes conversaciones a grito pelado sobre el precio del maíz en Arkansas, y en especial por esa patética manera que tienen ellos, y sobre todo ellas, cuando son de origen blanco y anglosajón, de hacerse los simpáticos condescendientes con camareros, vendedores y otras clases subalternas de los países visitados.

Queriendo congraciarse con los indígenas como si los temieran y despreciaran al mismo tiempo: mucha risa y palmadita en la espalda, pero sin aflojar

–que es lo que importa a los interesados– un puto céntimo.

Si ve usted a una gilipollas rubia y sonriente haciéndose una foto en Estambul entre dos camareros con pinta de rufianes que le soban cada uno una teta, no tenga duda.

Es norteamericana.

A los alemanes también está chupado situarlos.

Hay mucho rubio, las pavas son grandotas, todos caminan agrupados y en orden prusiano, se paran exactamente donde deben pararse, la mitad suelen ir mamados a partir de las seis de la tarde, y cuando viajan por Europa algunos padres explican a los niños pequeños, no sin tierna emoción filial:

«Mirad, hijos míos, este pueblo lo quemó el abuelito en el año cuarenta y uno, este monumento restaurado lo demolió en el cuarenta y tres, este barrio lo limpió de judíos el tío Hans en el cuarenta y cinco».

Pero los inconfundibles somos los españoles: hasta los negros nos ven llegar y saludan, antes de que abramos la boca:

«Hola, Manolo, mucho barato».

Somos los que, después de regatear media rupia a un vendedor callejero, dejamos propinas enormes en bares y restaurantes.

Los que afirmamos impávidos que, frente a un Ribera del Duero, los vinos de Toscana o de Burdeos son el Don Simón en tetrabrik.

Somos los que después de comprar en una tienda a base de

«yes»,

«no» y

«tu mach espensiv», salimos diciendo:

«Aquí no saben ni inglés».

Somos los que fotografiamos, interese o no, todo lugar donde haya un cartel prohibiendo hacer fotos.

Para identificarnos no hay error posible: un guía hablando solo, y alrededor, dispersos y sin hacerle caso, los españoles comprando postales, sentados en un bar a la sombra, haciéndose fotos en otros sitios o echando una meadilla detrás de la pirámide.

Y cuando, después de hablar quince minutos en vano, el pobre guía reúne como puede al grupo para seguir camino, siempre hay alguien que viene de comprar postales, mira el Taj Majal y pregunta:

«¿Y esto qué es?».

El Semanal, 10 de agosto de 2008