UNA CAZA SIN CUARTEL

La vela enemiga se ve mejor ahora que el sol está alto.

Es fácil reconocerla: el aparejo de un queche que el viento, levante de ocho o diez nudos, permite llevar con todo el trapo arriba, amurado a babor.

La marejada fuerte y molesta del amanecer ha disminuido, y ahora podemos ver su casco.

Con los prismáticos alcanzo a distinguir la bandera: roja, la Union-Jack en un

ángulo.

Un inglés.

El corazón me late aprisa, pues desde que descubrimos la vela al alba, cuando se deslizaba sigilosamente por el freu de Tabarca y nosotros aguardábamos al acecho, fondeados en tres brazas de agua, sin luces, las velas aferradas, y camuflados ante la línea oscura de la isla, intuí que podía ser inglés.

En esas fechas y entre semana, la mayor parte de los veleros que bajan para doblar hacia el sur la punta de Palos y navegan de noche sin resguardarse en los puertos o fondeaderos próximos, son extranjeros: holandeses, algún francés.

E ingleses.

Y a mi tripulación y a mí nos encanta cazar ingleses.

Nuestro velero es rápido.

No es un regatero nervioso, ni lleva velas de competición, y la vela spinakker está prohibida a bordo con pena de pasar por la quilla a quien la mencione, porque es presuntuosa, incómoda y asesina.

El nuestro es un sólido crucero de altura con casco de líneas muy rápidas, un sloop aparejado de cúter, con trinquete afilada como un cuchillo, y en vez de una mayor enrollable arbola una buena y clásica vela grande con tres fajas de rizos.

Tampoco mi dotación viste calzado náutico de diseño, pantalones hasta la rodilla ni polos de marca con emblemas publicitarios: son chicas duras que llevan tejanos descoloridos, con navajas en un bolsillo de atrás, y tienen los nudillos y las rodillas llenos de cicatrices, y los bíceps endurecidos por los winches.

Tipas peligrosas en tierra, vengativas en las cacerías, crueles y duras en los abordajes.

Y así, poco a poco, cable a cable vamos dando caza a la presa.

El viento ha refrescado un poco cerrándose quince grados hacia la proa, y ahora es un este-sureste que pone seis nudos y medio en la corredera.

Mando cazar el génova y largar un poco la escota de la mayor, y ganamos medio nudo más.

El barco navega ahora a un descuartelar, con el agua espumeando a lo largo de la banda de estribor, y la presa está cada vez más cerca.

La tensión se siente de proa a popa, y una voz dice:

«Es nuestro».

Pero no es tan fácil, voto a Dios.

El perro inglés es algo más ceñidor y gana barlovento, y nuestro rumbo nos lleva más cerca de tierra que

él.

Miro con preocupación la sonda, que disminuye.

Once, nueve, ocho brazas.

La presa está ahora a un cable por la amura de babor, pero ante nuestra proa se agranda la punta rojiza del cabo Roig.

Seis brazas.

Temo verme obligado a dar un bordo mar adentro y perder distancia, o que el inglés pase la punta y luego meta todo a sotavento, arribe cortando nuestra proa, nos largue una andanada con las baterías de estribor mientras estamos en plena maniobra de virar por avante, y después busque impunemente resguardo en el puertecito que hay detrás.

Pero de pronto el viento refresca, orzamos cinco grados, y cabo Roig queda en franquía, por los pelos, con tres brazas en la sonda y siete nudos y medio en la corredera mientras volamos de bolina sobre el mar, dejando una estela blanca y recta por la popa.

Ahora sí que ese cabrón es nuestro, me digo.

Lo tenemos por el través de babor, a medio cable, yéndose hacia la aleta.

Espero un poco, y luego ordeno preparar la batería de estribor.

Ya puede ir encomendándose a Nelson y a la madre que lo parió.

«A virar», grito mientras desconecto el piloto y cojo el timón.

Con la tripulación bien entrenada en drizas, pólvora y ron, el génova se amura a la otra banda cuando meto la proa en el viento y me acerco recto a la presa, ciñendo.

Casi puedo oler las mechas encendidas y verlo acercarse a mis portas abiertas.

‘Magic carpet’, leo en su espejo.

London.

Y entonces arrío mi falsa bandera francesa e izo la española

—treta legítima—, le corto la estela por la popa, bien cerrado y en

ángulo recto, y cuando está perpendicular a mi través, a menos de quince metros, le largo al inglés una andanada mental que arrasa su cubierta, derriba el mesana entre astillazos y hace picadillo a los dos respetables ancianos de piel rojiza que me miran boquiabiertos desde la bañera, ella con un libro en las manos y

él fumándose una pacífica pipa.

Preguntándose, supongo, qué diablos hace ese majara.

Ignorando, los pobres infelices, que llevo seis horas dándoles caza y que acabo de mandarlos al fondo del mar.

El Semanal, 25 de julio de 1999