Musaraña 1

: La mujer en

'El húsar'

Al volver la vista atrás a la primera novela de un autor, siempre existe la tentación de verla como un germen en pequeño de todo lo que después desarrollaría el mismo escritor en el resto de sus novelas.

No sé si esto siempre se aplica, pero voy a referirme a un tema en concreto que ha ido ganando importancia en la obra de Arturo, además confirmado expresamente por

él mismo en entrevistas: la mujer.

Arturo tiene cinco novelas digamos

"de guerra"

('El húsar',

'La sombra del

águila',

'El sol de Breda',

'Cabo Trafalgar' y

'Corsarios de Levante') donde las mujeres aparecen de poco a nada, ya que hay algo más urgente que tratar, y es el mantenerse vivo en medio de balas, espadas y demás objetos que hacen pupa.

Sin embargo, aún así, en

'El húsar' hay un rinconcito para al menos tres mujeres que se puede decir que prefiguran un par de motivos que Arturo asocia a la mujer en relatos posteriores.

Puede que muchos lectores ni siquiera recuerden a estas mujeres.

De hecho, el propio Frederic Glüntz, imaginándose una bella y heroica muerte digna de un cuadro en el Louvre, piensa para sí mismo que

"No.

Para nada hacía falta allí una presencia femenina.

" Claro que, a renglón seguido, continúa:

"Si acaso, unos hermosos ojos como lejanos testigos del drama heroico, velados por dulces lágrimas al ser su linda poseedora puesta al corriente de los acontecimientos, al conocer la muerte del húsar.

"

¿Para eso han de servir las mujeres, para llorar a héroes caídos? Pues no, no necesariamente

"han de", pero sí lo han hecho durante toda la existencia del ser humano, y en esto sí que volvemos al motivo de que las raíces de nuestra literatura

(en nuestro caso la Grecia de Homero) ya habían tratado un tema que luego los escritores siguientes han retocado según sus

épocas.

Y recordemos también que el propio Arturo lo siente de esta misma forma al respecto: los clásicos ya lo dijeron todo y lo

único que ha cambiado es la tecnología.

Pero sigamos con el

"stream of consciousness" de Frederic:

"Frederic, incluso, ya conocía esos ojos.

Los había visto en Estrasburgo dos días antes de su partida, durante la recepción en casa de los señores Zimmerman.

Un vestido azul, un perfecto

óvalo de cara enmarcado por cabello rubio y suave como seda, unos ojos azules como el cielo de España, una piel blanca y tersa, de apenas dieciséis años.

La hija de los señores Zimmerman, Claire, había sonreído graciosamente al guapo húsar en uniforme de gala que se inclinaba ante ella con gesto marcial, juntando los tacones de las lustradas botas, balanceando con donaire la pelliza escarlata colgada con estudiada desenvoltura del hombro izquierdo.

Fue una conversación breve y desusadamente tierna por ambas partes.

Él, rogando a Dios para que ella atribuyese al calor aquel violento rubor que subía incontenible a sus mejillas.

Ella, no menos ruborizada, saboreando el placer de atraer la atención de un oficial de caballería tan apuesto y elegante en el ceñido uniforme azul con pelliza roja, de quien sólo la decepcionaba el hecho de que fuese demasiado joven para lucir un bello mostacho que acentuase su viril aspecto.

De todas formas,

él partía para una guerra lejana, en un país meridional y caluroso, y eso era suficiente.

Después, cuando Frederic tuvo que alejarse requerido por un anciano coronel amigo de la familia, Claire bajó los ojos, jugando con el abanico para disimular su azoramiento, adivinando fijas en ella las miradas de

(mal contenida) envidia que le lanzaban sus primas.

Eso fue todo.

Diez minutos de conversación y un delicado recuerdo que un día, cuando

él regresase

—quizá con una cicatriz gloriosa que sustituyera al rubor en sus mejillas—, podría ser comienzo, ahora insospechado, de una hermosa historia de amor.

Pero aquella noche, bajo un cielo español que no era azul como los ojos de Claire, sino amenazador y negro como la puerta del infierno, Estrasburgo y el salón de los señores Zimmerman se encontraban demasiado lejanos para Frederic Glüntz.

"

Más tarde, Frederic nos recuerda más detalles sobre Claire:

"Las notas musicales, creía recordar que de un clavicordio, volvieron a sonar, lejanas, en sus oídos.

Ante

él se inclinaba un delicado rostro de niña desde el que dos grandes ojos azules lo contemplaban con tímida admiración.

Había un gran candelabro dando tonos de oro a los dos bucles dorados que descendían sobre las sienes de la muchacha.

Frederic había mirado con deleite el fino y blanco cuello, la piel tersa que, interrumpida su casi conmovedora naturalidad por una cinta de terciopelo azul en torno a la garganta, descendía, fresca y arrebatadoramente atractiva, hacia el escote del vestido azul.

El abanico, desplegado con gracia, había ocultado el rubor de la niña cuando sus miradas se encontraron por primera vez; pero los ojos azules sostuvieron el inocente duelo un par de segundos más de lo establecido por las normas sociales al uso.

Aquello bastó para despertar en el joven húsar un sentimiento de intensa ternura.

(.

.

.

) Entonces fue al encuentro de la dueña de la casa, la señora Zimmerman, y con circunspecta corrección le rogó el honor de ser presentado a su hija.

(.

.

.

) Dos jóvenes estrasburgueses amigos de la familia, que hacían la corte a las tres primas, se apartaron unos pasos con el ceño fruncido, mirando de soslayo el vistoso uniforme que, otorgándole abrumadora ventaja, cubría la apuesta figura de su rival.

(.

.

.

)
Los dos jóvenes paisanos se mantenían alejados, y las primas

-Frederic sólo retuvo de ellas una risa

(absolutamente) estúpida y un cutis martirizado por el acné- lo cercaron materialmente con preguntas de todo tipo sobre el ejército, la caballería, Napoleón y la guerra.

Cuando Frederic les confirmó que se disponía a unirse a las tropas destacadas en España, las primas palmetearon emocionadas.

Pero el joven húsar sólo atendía en aquel momento, con absoluta concentración de todo su ser, a la apenada e inquieta sonrisa que aleteó en los labios de Claire Zimmerman.

-España está demasiado lejos

—dijo ella, e inmediatamente Frederic la amó por eso.

-¿Teme a la muerte un oficial de caballería?

-interrogó con morbosa ansiedad la prima Magda.

-No

-respondió Frederic sin dejar de mirar a Claire-.

Pero hay momentos cuyo recuerdo puede convertir el hecho de morir, la imposibilidad de revivirlos, en algo extremadamente penoso.

Aquella vez, el abanico se alzó de nuevo para velar el rubor, pero no pudo ocultar la emocionada humedad que inundó los ojos azules.

(.

.

.

)

-Tiene que prometer que volverá a visitarnos, subteniente Glüntz.

Estamos seguras de que tendrá muchas cosas interesantes que contar,

¿verdad? Diga que lo promete.

(.

.

.

)

-Volveré a verlas

-prometió con espontáneo arrebato- aunque para ello tenga que abrirme paso a sablazos desde la misma puerta del Infierno.

Las dos primas cloquearon, escandalizadas por el impetuoso fervor del joven húsar.

Pero cuando Frederic, pendiente de los ojos azules, los vio humedecerse de nuevo, supo que Claire Zimmerman no albergaba duda alguna sobre el motivo de su promesa.

"

En otras novelas de Arturo hemos visto a hombres metidos en problemas que no les concernían por causa de mujeres a quienes sus reglas les impedían decir no.

Astarloa, Corso, Coy, Pepe Lobo,

Íñigo, Max Costa, etc.

Es un leitmotiv constante en su obra.

Aquí no se llega a tanto, dado que Frederic ya se había alistado y Claire no tiene nada que ver con lo que le fuera a pasar al joven húsar, pero es un primer ramalazo de uno de eso motivos que habíamos mencionado: la mujer por cuya admiración un hombre se encontraría en

"la misma puerta del Infierno".

En muchos casos, además de la mera admiración también se llega al disfrute sexual de dicha mujer, pero no siempre ocurre, por ejemplo aquí y

(spoiler) en el caso de un par más de los otros protagonistas antes mencionados.

Otra sutil variación, de la que podríamos sacar otra musaraña diferente, es que mientras que los demás protagonistas de Arturo son todos hombres hechos y derechos, Frederic es aún lo que llamaríamos hoy un adolescente.

Puede que tenga 19 años, lo cual hace dos siglos significaba más que hoy, pero el lenguaje que usa al hablar de Claire, donde

"ternura" es la palabra clave, está estudiadamente desprovisto de sexualidad explícita.

Hay rubores, calores, miradas, labios, bucles y ojos luminosos, pero todo en medio de un encuentro, aunque tenso y contenido, muy formal incluso en el vestir, casi también propio de retratista de familias adineradas.

Uno incluso se los puede imaginar posando en medio de su conversación.

De vuelta en España, una vez más aparece el recuerdo de Claire:

"Deseó que sus padres y Claire Zimmerman pudieran verlo ahora, erguido sobre la silla de montar al frente de su pelotón, escoltando a hombres camino del combate en el que pronto participaría directamente.

"

Todavía no hemos entrado en combate, y la gloria aún es para Frederic no solo el vencer sino que su familia lo vea.

Su familia y ahora Claire, su

¿amada?

¿prometida?

¿Dulcinea?

Sin embargo, todo empieza a cambiar una vez que se acerca el combate y se sufren las incomodidades del terreno:

"La imagen de Claire Zimmerman volvió a pasar un instante frente a sus ojos, y la apartó irritado.

Al diablo.

Al diablo la señorita Zimmerman, al diablo Estrasburgo, al diablo todos.

Al diablo Michel de Bourmont, que estaba allí como un pasmarote, mirando estúpidamente hacia la cima, calándose hasta los huesos, sin preguntar a gritos por qué infiernos no salían ya al galope.

Al diablo Philippo, el fanfarrón, ahora callado como un muerto, mirando también en la misma dirección con la boca ridiculamente entreabierta.

¿Es que se habían vuelto todos unos cobardes? Al otro lado había tres batallones de infantería enemiga; a este lado, dos escuadrones de húsares.

Dos centenares de jinetes contra mil quinientos infantes.

¿Y qué?"

Y finalmente, cuando los franceses sufran una sonora derrota, esta es la imagen que le queda a Frederic:

"La guerra.

¡Qué lejos estaba de las enseñanzas de la escuela militar, de los manuales de maniobra, de los desfiles ante una multitud encandilada por el brillo de los uniformes.

.

.

! Dios, si es que había un Dios más allá de aquella siniestra bóveda negra que rezumaba humedad y muerte, concedía a los hombres un pequeño rincón de tierra para que ellos, a sus anchas, creasen allí el infierno.

La gloria.

Mierda de gloria, mierda para todos ellos, mierda para el escuadrón.

Mierda para el estandarte por el que había sucumbido Michel de Bourmont, que en aquel momento estaría siendo paseado como trofeo por uno de esos lanceros españoles.

Que se quedaran todos ellos con su maldita gloria, con sus banderas, con sus vivas al Emperador.

Era

él, Frederic Glüntz, de Estrasburgo, el que había cabalgado contra el enemigo, el que había matado por la gloria y por Francia, y que ahora estaba tirado en el barro, en un bosque sombrío y hostil, aterido de frío, con hambre y sed, la piel ardiéndole de fiebre,

áolo y perdido.

No era Bonaparte quien estaba allí, por el diablo que no.

Era

él.

Era

él.

La calentura le hacía dar vueltas la cabeza.

Ay, Claire Zimmerman, con su lindo vestido azul, con los bucles dorados que relucían a la luz de los candelabros.

¡Si vieras a tu apuesto húsar!.

.

.

Ay, Walter Glüntz, respetable cabeza de honrado comerciante que miraba con orgullo a su hijo oficial.

¡Si lo pudieras ver ahora!.

.

.

Al diablo.

Al diablo todos ellos con su romántica y estúpida idea de la guerra.

Al diablo los héroes y la caballería ligera del Emperador.

Nada de eso se sostenía a la luz de aquella terrible oscuridad, entre los matorrales, junto al resplandor del incendio cercano.

Lo acometió un violento cólico.

Desabotonó el pantalón y se quedó allí en cuclillas, sintiendo la inmundicia deslizarse entre sus botas, angustiado ante la idea de que los españoles lo sorprendieran así.

Barro, sangre y mierda.

Eso era la guerra, eso era todo, Santo Dios.

Eso era todo.

"

Claire resulta ser, pues, una más de las idealizaciones que tenía Frederic en su cabeza.

La pobre no tiene culpa de nada, pero es el propio joven quien la coloca en sus visiones gloriosas de desfiles, recepciones de gala y muertes heroicas.

Todo eso se desvanece cuando llegan el barro, la sangre y la mierda, sobre todo cuando las dos

últimas son las tuyas propias.

Si alguna vez Frederic lograra volver a Estrasburgo, ya no tendría la misma imagen, y una segunda conversación con Claire sería muy diferente de la primera.

Esto por lo que respecta a la primera de las mujeres del relato.

La aparición de las otras dos es muy breve, pero significativa.

"—Me pregunto

—comentó Philippo al cabo de un rato— cuánto tardaremos en regresar a Córdoba.

Frederic lo miró, sorprendido.

—¿Le gusta Córdoba? Yo encuentro esa ciudad calurosa y sucia.

—Las mujeres son guapas

—respondió Philippo con ojos soñadores—.

Conozco allí a una preciosidad, con pelo de azabache y una cintura que haría perder la cabeza hasta a ese maldito témpano de Dombrowsky

—era evidente que el capitán polaco no gozaba de la simpatía del italofrancés—.

Se llama Lola, y tiene unos ojos como para tirar a Letac del, ejem, caballo.

—Lola significa Dolores,

¿verdad?

—preguntó De Bourmont—.

Creo que se trata de un diminutivo, de un nombre familiar.

Philippo suspiró ruidosamente.

—Dolores.

.

.

Lola.

.

.

¿Qué más da?

¡Cualquier nombre le sentaría bien!

—Me gusta

—comentó Frederic, repitiendo varias veces el nombre en voz alta—.

.

.

Lola.

¿Suena bien, verdad? Es algo elemental, salvaje.

Muy español, sin lugar a dudas.

¿Es hermosa?
Philippo emitió un suave quejido.

—Ya lo he dicho.

¡Hermosísima! Pero lo que no saben ustedes es que ella fue, indirectamente por supuesto, la culpable de.

.

.

—Su

último duelo

—señaló De Bourmont.

—Ah,

¿conocen la historia?

—Todo el Regimiento conoce la historia

—indicó De Bourmont con fastidio—.

La ha contado usted veinte veces, querido.

—¿Y qué?

—repuso Philippo, amostazado—.

Aunque la haya contado cien, la historia sigue siendo la misma, y Lola sigue siendo Lola.

-A saber con quién estará ahora

-comentó De Bourmont, guiñándole furtivamente un ojo a Frederic.

Philippo volvió a dar unas palmaditas en la empuñadura de su sable.

-Con quien seguro que no está es con aquel imbécil del Undécimo de Línea al que sorprendí una noche rondando la verja de su casa.

.

.

Le dije que me acompañara a solventar la cuestión en un lugar discreto, y respondió que en el ejército francés está prohibido batirse.

Eso a mí,

¡al teniente Philippo! Entonces lo seguí hasta su acuartelamiento y monté en la puerta tal escándalo que al pobre diablo casi lo sacaron a rastras sus compañeros para que no quedase deshonrado el nombre del Regimiento.

—Le dio usted un buen sablazo

—recordó De Bourmont.

—Le di varios.

Cayó como un saco de patatas, y se lo llevaron más muerto que vivo.

—Me informaron sólo de uno.

Y de que se fue por su pie.

—Le informaron mal.

—Si usted lo dice.

.

.

Se quedaron un rato callados, escuchando el lejano fragor del combate que se desarrollaba tras los cerros.

Los de infantería debían de estar pasando un mal rato, pensaba Frederic, atento a los estampidos.

—Una vez maté a una mujer

—murmuró inesperadamente De Bourmont, como si hubiese decidido de pronto confesarse en voz alta.

Sus compañeros lo miraron, sorprendidos.

—¿Tú?

—preguntó Frederic, incrédulo—.

¡Esas de broma, Michel!
De Bourmont negó con la cabeza.

—Hablo en serio

—dijo entornando los ojos azules como si le costase recordar—.

Fue en Madrid, el día dos de mayo, en una de las callejuelas que hay entre la Puerta del Sol y el Palacio Real.

(.

.

.

) Los madrileños se habían amotinado y atacaban a nuestras tropas con lo que tenían a mano: pistolas, fusiles, esas navajas españolas largas.

.

.

Había una barahúnda espantosa por toda la ciudad.

Desde las ventanas nos descerrajaban tiros, echaban tejas y macetas, hasta muebles.

Yo estaba de camino con un despacho para el duque de Berg cuando me sorprendió el tumulto.

Unos chicuelos empezaron a apedrearme, y casi me derriban del caballo.

Los espanté con facilidad y troté hacia la Plaza Mayor para dar un rodeo, pero allí, sin saber cómo, me vi atrapado entre el populacho.

Eran una veintena de hombres y mujeres, y por lo visto unos mamelucos les acababan de matar a alguien a quien llevaban en brazos, chorreando sangre por la calle.

Al verme se abalanzaron como fieras, blandiendo palos y navajas.

Las mujeres eran las peores, gritaban como arpías y se agarraban a las riendas y a mis piernas, intentando derribarme del caballo.

.

.

Frederic escuchaba con suma atención, pendiente de

(los labios de) su amigo.

De Bourmont hablaba despacio, casi monótonamente, deteniéndose a veces como si se esforzara en ordenar unos recuerdos que jamás, hasta aquel momento, había sentido necesidad de expresar.

—Desenvainé el sable

—prosiguió— y en ese momento recibí un navajazo en el muslo.

El caballo se encabritó y por poco me tira de espaldas, con lo que habría sido hombre muerto en pocos instantes.

Tengo que reconocer que yo estaba espantado.

Una cosa es enfrentarse al enemigo, y otra muy distinta a una turba enloquecida y vociferante

(que levanta hacia ti sus manos crispadas por el odio).

.

.

Bueno, el caso es que piqué espuelas para lanzar el caballo entre ellos y abrirme paso, mientras atizaba mandobles a diestro y siniestro.

En ese momento, una mujer a la que apenas vi el rostro, pero de la que recuerdo perfectamente su toquilla negra y sus gritos, se agarró al bocado de mi caballo como si le fuese la vida en impedir que me largara de allí.

Yo estaba aturdido por los golpes y el dolor del navajazo en el muslo y empezaba a perder la cabeza.

Mi montura arrancó, sacándome de entre la gente, pero aquella mujer seguía agarrada, no me soltaba aunque la arrastré cuatro o cinco varas.

.

.

Entonces le di un sablazo en el cuello y cayó bajo las patas del animal, echando sangre por las narices y la boca.

Frederic y Philippo, intrigados, aguardaron la continuación de la historia.

Pero De Bourmont había terminado.

Se quedó en silencio, contemplando las nubes con el cigarro humeante entre los dedos.

—A lo mejor también se llamaba Lola

— añadió al cabo de un rato.

Y se echó a reír con una mueca amarga.

"

Dos mujeres, una belleza extrema, racial, meridional, vista y disfrutada una vez y puede que nunca más, pero de las que se quedan en el recuerdo

(y llamada Lola, además), y otra anónima, de las de armas tomar

(literalmente), de las que se remangan cuando los indios atacan el fuerte

(o los franceses la honra de las españolas) y cogen el fusil en vez de chillar pidiendo que sea otro quien las salve.

También ellas dos son tipos de mujeres que hemos visto más tarde en otras obras del territorio Reverte.
