ESA ALFOMBRA ROJA Y DESIERTA

Tengo un par de amigos que hacen películas con mis novelas, y eso me mantiene en contacto con el mundo del cine.

Me refiero al cine por dentro, claro, no como espectador.

Para ver pelis no necesito ni amigos ni gaitas: me compro una entrada y una bolsa de palomitas

–de pequeño eran pipas– o un deuvedé, y punto.

Hasta ahora han hecho siete u ocho sobre historias mías, y algo más hay de camino.

Unas fueron bien, y otras no.

De las dos

últimas, mis compadres no se quejan.

A mí, en realidad, lo de la taquilla no me afecta; excepto porque, ya que son amigos quienes se la juegan, deseo que les vaya bien y ganen pasta.

Lo personal ya es otra cosa.

Algunas de esas películas me gustaron mucho, otras me gustaron menos, y alguna hubo sobre cuya palabra Fin juré romperle las piernas a su director si alguna vez me topaba con su careto.

Quiero decir con todo esto que lo del cine me suena.

Que llevo tiempo en contacto y conozco el paño.

Por eso me parto de risa cuando oigo a alguien del gremio hablar de industria cinematográfica española, solidaridad de actores, directores y productores, la nueva ley sobre el asunto y otros camelos.

Recuérdenme un día de

éstos que cuente con detalle cómo se hacen las películas en España, de dónde sale la pasta, y cómo es posible que películas infames, que ni llegan a estrenarse, hayan metido viruta en el bolsillo de algunos productores espabilados, de los que se hacen fotos en la toma de posesión de todos y cada uno de los titulares de Cultura, sean del Pepé o del Pesoe.

Recuérdenme también que refiera algunas anécdotas sabrosas sobre las palabras beneficio industrial, sobre cómo se repartió en los

últimos años la tarta de las televisiones, sobre los dos o tres listos que mataron la gallina de los huevos de oro, y sobre cómo algunos golfos apandadores, combinando la candidez de ministros y ministras que no tenían ni puta idea de cine con la complicidad amistosa o engrasada de algún crítico cantamañanas, presentaron como obras maestras bodrios infumables, haciendo desertar al público de las pantallas españolas.

Recuérdenme, también, que refiera algunas bonitas historias sobre las palabras envidia y poca vergüenza en torno al rodaje de cualquier película ambiciosa de alto presupuesto que apunte a la taquilla, invariablemente torpedeada por el habitual grupillo de tiburones de la industria, con el argumento de oiga, y qué hay de lo mío.

O dicho de otro modo: si la pasta de las ayudas va a una sola película importante, quién financiará las chorraditas infumables de las que yo vivo, y con las que trinco pasta antes de rodar un solo plano, con lo que luego me da igual estrenarlas o no.

Recuérdenme también, ya puesto a hacer amigos, que les cuente algo sobre la conmovedora solidaridad de la gente del cine, directores y actores incluidos.

Que les detalle por qué, mientras que en Cannes, Toronto, Venecia o Hollywood los guiris acuden en masa a arropar no sólo sus películas, sino las de otros, a hacer bulto y dar glamour a algo que es negocio para todos, a los estrenos en España sólo van los actores de la película y el director

–y no siempre–, y resulta imposible un desfile de alfombra roja como los espectadores y el público esperan, de esos que tanto contribuyen a que el cine siga siendo fábrica de imaginación e ilusiones.

En vez de los deslumbrantes vestidos y elegancia de mujeres bellas, hombres apuestos en smoking, caras conocidas que dan magia y prestigio a una película y a la industria en general, animando al público y la taquilla, aquí sólo van a un estreno los cuatro gatos de la peli con algún familiar y amigo; vestidos, por supuesto, como viste el cine español para sus cosas: de trapillo cutre y tejanos rotos, porque una chaqueta o una corbata son prendas fascistas.

El caso es que en España nadie va a ver la película de otro, ni apoya con su presencia lo que, hoy por ti y mañana por mí, debería ser esfuerzo común y mutuo beneficio.

Ni siquiera para eso se ponen de acuerdo.

Para comprobarlo, fíjense en las pocas caras conocidas que acuden a cada estreno.

Observen la fiesta de los Goya, o el festival de San Sebastián.

Quiénes salen en las fotos y quiénes ni asoman por allí.

En España, el glamour colectivo del cine murió hace tiempo.

Aquí cada perro se lame su cipote, la mayor parte de actores y directores se ignora, desprecia u odia entre sí

–eso, cuando no se desprecia, ignora y odia al mismo tiempo–, y lo

único que importa a los productores es comprobar, el lunes siguiente a cada estreno, que su película ha ido bien y que las de los otros se han pegado un cebollazo de muerte.

Industria, la llaman todavía.

No te fastidia.

El Semanal, 30 de septiembre de 2007