Hola, dejo aquí otra traducción del relato.

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Cada día, durante el verano, un gran escritor extranjero ofrece un relato inédito empezando por la misma frase de la Odisea de Homero:

«Ulises tomó el sendero pedregoso que sube, a través del bosque, desde el puerto al acantilado.

Iba al lugar que había dicho Atenea…».

Le Figaro, 17 de julio de 2008

LOS BARCOS SE PUDREN EN TIERRA

Por Arturo Pérez-Reverte
Volvió la espalda al puerto y se alejó del mar sin mirar atrás, consciente de que nunca más volvería a pisar la orilla.

Dejando tras

él las grúas, los desembarcaderos y los grandes barcos amarrados a los muelles, se sorprendió de no experimentar ni melancolía ni nostalgia.

Silbaba una melodía de jazz improvisada, siguiendo la cadencia de sus pasos sobre la gravilla.

El camino le parecía asombrosamente escarpado y estable, habituado como estaba a la superficie lisa y oscilante de los puentes de los navíos.

Desconfiado, ponía un pie delante del otro con la precaución de los que encuentran engañosa la inmovilidad de la tierra firme.

Buscaba al guardián de cerdos, y ese pensamiento le arrancó una sonrisa interior gesticulante y amarga.

«Este hombre

―le había dicho Atenea― guarda la llave de tu destino.

La clave de tu retorno a casa.

Pero…

¿por qué debo regresar?

―le había preguntado

él vistiéndose cerca de una ventana desde donde se veía el puerto, el barco anclado y un faro que se elevaba a lo lejos―.

No sé

―había respondido la mujer de los ojos verdes cubriendo con una sábana la desnudez de su pecho―.

Lo que importa, es que tarde o temprano, todos lo hacen».

Mientras caminaba aspirando el perfume de los pinos que sombreaban la vertiente, se acordaba de todos aquellos años pasados.

Aquel mismo sendero en sentido contrario, hacia el mar.

Los hombres jóvenes de sueño inquieto, gotas de lluvia en el corazón y la aventura en el fondo de los ojos, que descendían la cuesta con

él, traviesos y ruidosos, en grupo como muchachos disimulando su incertidumbre, cada uno corriendo tras su particular ballena blanca.

Las mujeres inmóviles en lo alto de la

última colina, que los miraban alejarse en silencio, prometidas a una larga soledad, a hacer y deshacer tapices criando hijos que tomarán a su vez el camino de sus padres.

Condenadas a envejecer cerca de la chimenea rumiando sombríos pensamientos mientras que entre un vaso de vino y una canción ellos tejerán

épicos destinos reconstruidos después por poetas, novelistas y realizadores en la parte visible y duradera, del lado luminoso de la trama.

Perdió el hilo del jazz improvisado, después lo encontró gracias a la cadencia de sus pasos sobre la tierra.

Evocaba aún sus recuerdos internándose en el bosque por el sendero abrupto que serpenteaba a lo largo de las colinas.

Las noches negras en que, acorazado en bronce, temblaba de frío en el vientre del caballo de madera, esperando con sus compañeros el momento propicio para salir y combatir.

Las tempestades de un furor increíble, el mar blanco de espuma y sacudido por el viento.

Las noches de quietud absoluta, la vela destensada chirriando en el mástil, bajo un sol que convertía en plomo fundido la superficie calmada y plana del agua.

Grutas de cíclopes, de peligrosas guaridas de Circe, muros de Sarajevo al pie de los cuales centenares de hombres caían, cubiertos de polvo.

Misiles aplastándose sobre carros de combate, torres gemelas desplomándose, incendios en el horizonte, ojos de esclavos asustados, corredores de palacios resbaladizos de sangre donde, en las hogueras enrojecidas se recortaban siluetas victoriosas cargadas con su botín.

Muslos de mujer entreabiertos en la penumbra.

Islas lejanas a donde las

órdenes de arresto no llegaban nunca.

Y el silencio.

Miró sus manos arrugadas, marcadas, al dorso salpicado de primeras manchas de vejez.

Manchas, arrugas y cicatrices parecidas a aquellas que deterioraban la piel de su rostro bajo su cabello gris y su barba entrecana.

Otros no habían tenido tiempo de envejecer como

él, recordó.

Habían llegado al final del camino antes de tiempo, cuando las preguntas están surtidas de respuestas, cuando todo era aún virgen, simple y fácil.

Navegar, sobrevivir, matar y morir.

En solitario, se internaba ahora por el camino del retorno porque la mujer de ojos verdes se lo había pedido y los otros habían desaparecido uno tras otro, la mayoría en la plenitud de la vida, héroes de corazón tan puro como ambicioso, conscientes de que la gloria, la aventura y su propia reputación los engullían.

Sabían que serían de una manera o de otra célebres para los dioses, los poetas y los hombres.

Vengados por sus amigos.

Era fácil, perecer así en la tormenta o los fuegos de la batalla, apagarse en medio de la sangre derramada por el enemigo.

Sencillo y directo, sin vacilaciones ni atajos que tomar.

Buenos días y adiós.

Mármol, fotos, posteridad.

Sin importar qué imbécil podía aún aspirar a eso en aquellos tiempos remotos.

Llorados por sus compañeros y sus mujeres.

Y por centenares de generaciones venideras.

Miraba todavía sus manos y le pareció observar rastros de sangre bajo sus uñas.

Trató de situar esa sangre en su memoria y terminó por renunciar, desalentado.

Demasiados mares, demasiados abordajes, demasiadas ciudades sitiadas, demasiada Troya ardiendo a su espalda, demasiados oleajes surcados bajo un cielo abandonado por los dioses, desde lo alto del cual no molestaban ya a nadie con sus odios y favores.

En realidad, podía tratarse de la sangre de cualquiera.

De un enemigo o de un camarada.

Quizá incluso de la suya.

Frotó sus dedos sobre las perneras del pantalón.

«¿Y qué sucede cuando no se muere?

―se preguntó de repente―.

¿Cuando se continúa viviendo, se marcha lejos, se recuerda?

¿Cuando el cabello encanece mientras se recuerda?

¿Qué pasa cuando Patroclo y Héctor sobreviven y acaban por llamarse Ulises y llegar a mares y tierras administradas por aduaneros, funcionarios y ciudadanos ejemplares?

¿Por cíclopes razonables?

¿En cavernas donde, para subsistir, hay que llamarse Nadie?».

«El mundo se divide

―reflexionó― entre los hombres que tienen sangre bajo las uñas y los que no la tienen.

O que no la ven.

La sangre de los otros o de uno mismo.

La sangre de lo que hemos sido.

De lo que somos».

Continuaba caminando, perdido en sus pensamientos.

Ya no silbaba ninguna melodía.

El sendero se volvía más arduo, más duro de subir.

Se detuvo en la mitad de la cuesta, cansado, sin ceder a la tentación de volverse para mirar tras

él, hacia la lámina centelleante del mar que

él sabía a su espalda, visible a través de la cima de los

árboles.

Permaneció así un momento, mirando el sendero que serpenteaba ante

él, asqueado por la idea de proseguir.

Su desinterés por el camino que aún le quedaba por recorrer hasta la cabaña del guardián de cerdos, todo un símbolo de porvenir inmediato, por el palacio de

Ítaca y todo lo que Atenea, la mujer de ojos verdes, había dispuesto a su consideración no era debido a lo que abandonaba.

No tenía aquella sensación molesta, compuesta a la vez de pereza e incertidumbre, porque se alejaba del puerto, sino más bien a medida que se internaba más tiempo en unas tierras que se le habían vuelto completamente indiferentes al cabo de tantos años.

«El Nostos de los héroes»

―pensó, sarcástico―.

El retorno.

La idea de dirigirse hacia un hogar de donde había olvidado el calor, de tocar la piel marchita de una mujer convertida en extraña, de escuchar los pasos de un hijo que no había visto crecer se volvió bruscamente insoportable.

Concluyó que ninguno de los fantasmas que transportaba consigo estaba ligado con todo aquello.

Indeciso, escuchó a perros ladrar a lo lejos.

Eran ladridos de perros jóvenes, nacidos después de su partida, insensibles al olor de su cuerpo, al contacto de sus caricias y a la disciplina de sus palabras.

Los perros viejos como Argos estaban muertos seguramente

―pensó― o demasiado ancianos para olfatear en

él el amo joven y vigoroso que había partido un día en comarcas lejanas, tras un sueño que, periódicamente, echaba centenares de barcos al mar y a millares de hombres a la aventura.

La bella Helena, El Dorado, la caza de la ballena, sólo eran pretextos para cumplir el viejo ritual.

«Me he convertido en el que sus perros no conocen»

―se dijo―.

De pronto, se representó el porvenir.

Días de lluvia interminables cerca de la chimenea y de una mujer de senos marchitos, en lo sucesivo desconocida, tejiendo en silencio mientras que

él, apoyado contra la ventana, miraría el paisaje gris acordándose de otros lugares, mares azules, cielos luminosos, el viento trayendo olores de resina y de miel, muchachas asombradas por su cuerpo desnudo en la playa, entre los restos del

último naufragio.

Fuego hecho de madera que flotaba al lado de los buques embarrancados en la arena, rostros enrojecidos ante el resplandor de las llamas, recuerdos de camaradas vivos o muertos, relatos de proezas, batallas, peligros, bellas diosas besando la frente de los que agonizan, jóvenes dioses interponiéndose entre las flechas a fin de proteger a sus elegidos.

La irresponsabilidad del guerrero y del marino que lo dejan todo para atravesar una tras otra las líneas de sombra sucesivas.

«Los barcos y los hombres se pierden sobre todo en tierra, le había dicho un día un viejo capitán.

Se hacen pedazos contra las rocas o se pudren».

Miró todavía un instante el camino y sonrió al cabo de un momento.

Era una sonrisa de medio lado, sin humor, desesperada, que se dirigía sólo a

él.

Entonces se desvió del sendero que subía y giró lentamente para admirar el mar centelleante más abajo, cerca del puerto.

Permaneció un instante así, después ladeó la cabeza y volvió sobre sus pasos, descendió hasta que el olor de la brisa salina hubo enmascarado el de los pinos y que hubo dejado de escuchar a los perros.

Se quedó toda la tarde en el puerto y sólo regresó al barco pasada medianoche.

Andaba con paso mal asegurado y tarareaba sin despegar los labios una vieja canción de amor, de mar y de guerra, que le habían enseñado hombres muertos veinte años antes delante de las murallas de Troya.

«¿Has bajado a tierra, para terminar?

―le preguntó uno de sus compañeros―.

Sí

―respondió

él encogiéndose de hombros― pero sólo he ido hasta el primer bar».
