Lo miraba con fijeza

29.04.2012

Lo miraba con fijeza, sin responder.

Un reflejo doble en las pupilas inmóviles.

-¿Sabe una cosa?

—comentó

él—.

Me gusta su forma de aceptar con naturalidad que le digan que es bella.

Todavía siguió un momento callada, mirándolo como antes, aunque ahora parecía sonreír: una leve sombra hendida por la luz del farol a un lado de la boca.

-Comprendo su

éxito entre las señoras.

Es un hombre apuesto…

¿No le agita la conciencia haber lastimado algunos corazones?

-En absoluto.

-Tiene razón.

El remordimiento es poco frecuente en los hombres, si hay dinero o sexo a conseguir, y en las mujeres si hay hombres de por medio… Además, nosotras no sentimos tanta gratitud por las actitudes y sentimientos caballerosos como los hombres creen.

Y a menudo lo demostramos enamorándonos de rufianes o de groseros patanes.

Anduvo hasta la entrada y se detuvo allí, aguardando, como si nunca hubiese abierto una puerta ella misma.

-Sorpréndame

—añadió—.

Soy paciente.

Capaz de esperar.

Alargó

él la mano para empujar la puerta, recurriendo a toda su sangre fría.

De no saber que los observaban, habría intentado besarla.

-Su marido…

-Por Dios.

Olvídese de mi marido.

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Necesidad de un transatlántico

29.04.2012

Todo empieza ahí, entre Lisboa y Buenos Aires.

Una apuesta entre dos músicos amigos, un viaje.

Tango contra bolero, Maurice Ravel contra Armando de Troeye.

Cada cual se compromete a componer uno.

El premio para el ganador es una cena en Lhardy.

Una esposa

(la de Troeye) y un bailarín profesional de tangos son los puntos de partida, a bordo.

El primero de los tres encuentros: Música, espionaje, ajedrez.

Necesitaba un escenario adecuado.

Un transatlántico del año 28.

Solvente.

Moverme por

él como por mi casa.

En Paris veo a Michele Polak, vieja amiga, librera anticuaria de viajes y marina

(su ayuda fue decisiva para Cabo Trafalgar).

Ella me proporciona un libro fundamental, hermoso y muy raro: Arts décoratifs a bord des paquebots français.

Una joya.

Lo tiene todo: planos, fotografías, cubiertas, pasajeros, ocio, etc.

Con

él puedo mover a mis personajes

(moverme yo mismo) con soltura.

También veo varias películas en blanco y negro de la

época, relacionadas con transatlánticos de lujo.

Lo completo entre otras cosas con tres títulos más, también grandes libros ilustrados.

Liners

es uno de ellos.

Otro: Transatlantici, l’etá d’oro.

Y como gracias a unas páginas de Blanco y Negro del año 1928 compruebo que el Cap Polonio hacía la ruta de Buenos Aires, elijo ese barco.

Era alemán, así que me hago con German Ocean Liners of the 20th Century.

Lo trufo todo de pegatinas de colores y lleno un cuaderno de notas.

Entonces me pongo a escribir.

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El salón de palmeras

(I)

29.04.2012

Una escena prevista.

Dándole vueltas.

Buscando momento.

Lugar.

Los dos bailan sin música.

En silencio.

Peligrosa si me sale mal.

Necesidad de hacerla creíble.

Si no, papelera.

Busco un lugar adecuado para situarlos en el Cap Polonio, sin hallarlo.

Al fin,

foto del Blanco y Negro

(1928) me da la solución.

Creo.

El salón de palmeras del barco.

Un espacio discreto, ajardinado, con sillones de mimbre.

Perfecto.

No sé exactamente dónde estaba situado en el Cap Polonio, pero da lo mismo.

Sitúo en un plano de un transatlántico francés de estructura parecida el lugar donde estaría ese salón.

Luego trazo el recorrido que harían los dos desde la cubierta de paseo en la que conversan al principio de la escena.

Es posible.

Sí.

Llegarían paseando en cinco minutos.

Puede valer.

Ahora sólo falta que el lector, cuando lea, oiga la música que no se oye pero que ellos oyen.

Los vea evolucionar en el silencio.

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El salón de palmeras

(II)

29.04.2012

Max había acercado un cenicero y permanecía en pie, ante ella, la mano derecha en el bolsillo del pantalón.

Fumando.

-Me gustó bailar con usted

—dijo.

-También a mí.

Lo haría de nuevo, si la orquesta aún tocara y hubiese gente en el salón.

-Nada le impide hacerlo ahora

-¿Perdón?

Se tocaba las perlas del collar, estudiando su sonrisa como quien disecciona una inconveniencia.

Pero el bailarín mundano la sostuvo, impasible.

Pareces un buen chico, le habían dicho la húngara y Boris Dolgoruki, coincidiendo en ello aunque nunca se conocieron.

Cuando sonríes de ese modo, nadie pondría en duda que seas un condenado buen chico.

Procura sacarle partido a eso.

-Estoy seguro de que es capaz de imaginar la música.

Ella dejó caer otra vez la ceniza al suelo, como solía.

Ignorando el cenicero.

-Es usted un hombre atrevido.

-¿Podría hacerlo?

Ahora le llegó a la mujer el turno de sonreír, un punto desafiante.

-Claro que podría

—dejó escapar una bocanada de humo—.

Soy esposa de un compositor, recuerde.

Tengo música en la cabeza.

-¿Le parece bien Mala entraña?

-Perfecto.

Apagó Max el cigarrillo, estirándose después el chaleco.

Ella siguió inmóvil un instante: había dejado de sonreír y lo observaba pensativa desde su butaca, como si pretendiera asegurarse de que no bromeaba.

Al fin apoyó su boquilla con marca de carmín en el cenicero, se levantó muy despacio, y mirándolo todo el tiempo a los ojos apoyó la mano izquierda en su hombro y la derecha en la mano de

él; que, extendida, aguardaba.

Permaneció así un momento, erguida y serena, muy seria, hasta que Max, tras oprimir dos veces suavemente sus dedos para marcar el primer compás, inclinó un poco el cuerpo a un lado, pasó la pierna derecha por delante de la izquierda, y los dos evolucionaron en el silencio, enlazados y mirándose a los ojos, entre los sillones de mimbre y los maceteros del salón de palmeras.
