ENTRE LA ESPAÑA DE MAASTRICHT Y LA DE PUERTO HURRACO
La Verdad, 8 de junio de 1997

[El periodista y escritor Arturo Pérez-Reverte, galardonado con el premio Grupo Correo de Valores Humanos, pronunció un discurso ante la Infanta Cristina, responsables de la sociedad organizadora y numerosos invitados, que reproducimos a continuación]

Soy muy perezoso para discursos de agradecimiento oficial, y además se me dan fatal.

Quisiera, eso sí, matizar antes que nada que este premio me lo entrega el Grupo Correo bajo su exclusiva responsabilidad, y que yo me declaro por completo inocente de los antecedentes y las consecuencias.

En cuanto a lo que pienso de ello, en noviembre de 1995 publiqué un comentario, precisamente en

‘El Semanal’, donde quedaba muy clara mi posición respecto a este suplemento, para mí ya entrañable, en el que escribo cada domingo desde hace casi cuatro años.

Un comentario del que por no repetir conceptos y sobre todo por ahorrarme contar de nuevo lo que ya conté entonces, me van a permitir que cite un par de párrafos:

Durante veintiún años fui reportero

–escribía yo entonces-, y entre unas y otras

épocas traté con empresas y directores de todo tipo y pelaje: cobardes y valientes, abyectos y magníficos, corazones de oro y ratas de alcantarilla.

Y lo cierto es que de todos ellos, de una u otra forma y sin ninguna excepción, hube de soportar en algún momento reservas, presiones o intentos de orientar mi trabajo.

Eso nada tiene de extraño, pues este oficio incluye, entre otras cosas, ese tipo de situaciones por activa o pasiva, y el periodista que se proclame virgen es un cínico o es un imbécil.

Con eso quiero decir que ni se me pasa por la cabeza que

‘El Semanal’ esté hecho por hermanitas de la Caridad.

Pero hay un par de cosas que son verdad y que puedo afirmar hoy sin el menor reparo.

En

‘El Semanal’ me he venido despachando a gusto, y como dijo aquel, ni reconocí sagrado, ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar.

Por eso, mis ajustes de cuentas semanales pueden calificarse de cualquier otra cosa menos de cómodos para quien los alberga.

Pues ni una sola vez

–ni una- en todo este tiempo alguien del Grupo Correo me ha dicho ojos negros tienes, córtate un poco, o te has pasado varios pueblos.

Ni siquiera cuando llegan cartas indignadas mentándome a la madre, o mis artículos ponen en peligro importantes campañas de publicidad de las que dejan mucha pasta, me dirigen reproches ni dicen ay.

Ésa es la verdad.

Escribo con tan absoluta libertad que a veces me asombro de que me dejen.

Eso es lo que escribí en noviembre de 1995.

Y desde entonces todo ha seguido igual.

E incluso por causa de mis comentarios semanales no siempre comedidos ni piadosos, me consta que alguien ha tenido a veces que enfrentarse a algo más que las quejas de indignados anunciantes de marcas comerciales o grandes almacenes.

Eso en cierta forma me fastidia, porque no me gusta estar en deuda con nadie, y mis cuentas las pago al contado.

Y todo esto

–entre otras cosas hoy estoy aquí por esa razón- me obliga moralmente y me hace apreciar, más incluso de lo que mi independencia personal quisiera, a la gente que tiene el valor y el aplomo suficientes para respetar y hacer respetar mi modesta parcela de libertad semanal, aunque me consta que no siempre, ni mucho menos, comparten mis personales y muy viscerales puntos de vista, lo cual los honra mucho más todavía.

Un par de cosas antes de terminar con estas palabras de agradecimiento: la primera es que desde mi subjetivo y parcial punto de vista a veces y en España matar moscas a cañonazos es mejor que no matarlas o darles de refilón y que sigan fastidiando en absoluta impunidad.

A lo mejor ese es nuestro problema.

Por el qué dirán, por el no vayan a pensar que yo soy menos demócrata que mi vecino, por ser todos como somos, tan exquisitamente correctos, tan demagógicamente correctos, por no matar las moscas dañinas, al final siempre

éstas terminan por comernos y corrompernos, haciéndonos vivir en un mundo artificial, en una España irreal que nada tiene que ver con la realidad realmente real.

Una España que convierte la otra, la auténtica de cada día, la del hombre de la calle, en huerto fácil para los manipuladores de la historia, la sociedad y la política, para los mercachifles oportunistas y para los canallas.

O para los analfabetos y los estúpidos, que a veces son aún más peligrosos, a pesar de su buena voluntad.

Porque peor incluso que los demagogos y los malvados es la ignorancia aliada con la estupidez y con el poder.

La otra cosa que quería mencionar se refiere al lenguaje.

Y sin escudarme en Quevedo o en Góngora, pues sería sacrilegio, diré que ser política o lingüísticamente correcto a estas alturas y en España se me da una higa, como diría el señor de Quevedo.

Justo en los clásicos de la lengua castellana aprendí que el taco, el exabrupto, la brutalidad verbal, es para algunos el

único grito de guerra posible, la

única protesta eficaz.

Un aldabonazo.

Un puñetazo sobre la mesa que a algunos nos desahoga y nos consuela de vernos impotentes ante esa estupidez, esa ignorancia, esa demagogia o ese poder, o todo eso junto, que a menudo nos acosan, nos gobiernan e incluso nos desgobiernan.

España

–salvo en contadas y felices excepciones, Alteza Real- fue casi siempre el país de los buenos vasallos que nunca tuvieron buenos señores.

Y ahora cada día nos borran la memoria para sustituirla por una estúpida papilla light de diseño, consiguen que nos avergoncemos de utilizar abiertamente la palabra

“patria” y nos condenan a la España insolidaria, navajera y resentida de siempre, cuya capital no es Maastricht, sino Puerto Hurraco.

Frente a esos demagogos, esos analfabetos recalcitrantes, esos falsificadores de la historia que siempre se las ingenian para envilecer nuestra cultura y nuestra vida, algunos no se resignan a callar.

Los días que me levanto con ganas de bronca y me pongo a teclear determinados artículos para

‘El Semanal’ intento a veces ser uno de esos que no se resignan, y librar al menos mi particular batalla.

Equivocada o excesiva a veces quizás, pero me da igual.

Creo que lo importante, aunque la batalla esté perdida de antemano, es librarla, es pelear.

Y al menos, aunque venga la derrota, dejar al poderoso adversario que nos venza con las narices sangrando.

No todos tenemos vocación de mártir ni de oveja, y una parte no desdeñable de ese desahogo, de ese ajuste de cuentas, de ese combate personal, de ese saludable ejercicio higiénico de al menos maldecir en arameo, puedo conseguirla gracias a esta página que el dominical del Grupo Correo pone a mi disposición cada domingo, y que me permite el lujo exquisito de honrar a quienes estimo y también elegir minuciosamente a mis enemigos.

Por eso, considero de justicia decirlo aquí alto y claro, al tiempo que agradezco la distinción con la que hoy me veo honrado.


