Libro 3: El sol de Breda
Capítulo 1: El golpe de mano

Resumen:

Voto a Dios que los canales holandeses son húmedos en los amaneceres de otoño.

(…) Era aquel sol un astro invisible, frío, calvinista y hereje, sin duda indigno de su nombre

(…).

La ciudad, que no era sino un pueblo grande, se llamaba Oudkerk y estaba en la confluencia del canal Ooster, el río Merck y el delta del Mosa, que los flamencos llaman Maas.

Su importancia era más militar que de otro orden, pues controlaba el acceso al canal por donde los rebeldes herejes enviaban socorros a sus compatriotas asediados en Breda, que distaba tres leguas.

(…) Protegida por baluarte, foso y puente levadizo, resultaba imposible de tomar por las buenas.

Precisamente por eso, aquel amanecer yo me encontraba allí.

(…) Por la

época de lo que cuento mediaba catorce años, y sin que nadie lo tome por presunción puedo decir que, si veterano sale el bien acuchillado, yo era, pese a mi juventud, perito en ese arte.

(…) Los

últimos doce meses habíalos pasado junto a mi amo, el capitán Alatriste, en el ejército de Flandes; luego que el tercio viejo de Cartagena, tras viajar por mar hasta Génova, subiera por Milán y el llamado Camino Español hasta la zona de guerra con las provincias rebeldes.

Allí, la guerra, lejos ya la

época de los grandes capitanes, los grandes asaltos y los grandes botines, se había convertido en una suerte de juego de ajedrez largo y tedioso, donde las plazas fuertes eran asediadas y cambiaban de manos una y otra vez, y donde a menudo contaba menos el valor que la paciencia.

En tales episodios andaba yo aquel amanecer entre la niebla yendo como si tal cosa hacia los centinelas holandeses y la puerta de Oudkerk, junto a la joven que se cubría el rostro con una toquilla

(…).

Y de pronto dejó de reírse porque el campesino flaco del avemaría había sacado una daga del jubón y lo estaba degollando; y la sangre le salió de la garganta abierta con un chorro tan fuerte que manchó mis alforjas, justo en el momento en que yo las abría y los otros cuatro, en cuyas manos también habían aparecido dagas como relámpagos, agarraban las pistolas bien cebadas que llevaba dentro.

(…) Con mi propia daga entre los dientes, trepaba como una ardilla por un montante del puente levadizo mientras la joven de la toquilla, que ya no llevaba la toquilla ni era una joven, sino que había vuelto a ser un mozo de mi edad que respondía al nombre de Jaime Correas, subía por el otro lado

(…).

Entonces Oudkerk madrugó como nunca en su historia

(…).

De la orilla del dique brotó un clamor ronco: el grito de ciento cincuenta hombres que habían pasado la noche entre la niebla, metidos en el agua hasta la cintura, y que ahora salían de ella gritando

«¡Santiago!

¡Santiago!.

.

.

¡España y Santiago!» y, resueltos a quitarse el frío con sangre y fuego

(…), y luego, para pavor de los holandeses que iban de un lado a otro como gansos enloquecidos, entraban en el pueblo degollando a mansalva.

Hoy, los libros de Historia hablan del asalto a Oudkerk como de una matanza, mencionan la furia española de Amberes y toda esa parafernalia, y sostienen que aquel amanecer el tercio de Cartagena se comportó con singular crueldad.

Y, bueno.

.

.

A mí no me lo contó nadie, porque estaba allí.

Desde luego, ese primer momento fue una carnicería sin cuartel.

Pero ya dirán vuestras mercedes de qué otro modo toma uno por asalto, con ciento cincuenta hombres, un pueblo fortificado holandés cuya guarnición es de setecientos.

Sólo el horror de un ataque inesperado y sin piedad podía quebrarles en un santiamén el espinazo a los herejes, así que a ello se aplicó nuestra gente con el rigor profesional de los viejos tercios.

Las

órdenes del maestre de campo Don Pedro de la Daga habían sido matar mucho y bien al principio, para aterrar a los defensores

(…).

Ningún varón holandés mayor de quince o dieciséis años, de los que se toparon nuestros hombres en los primeros momentos del asalto, ya pelease, huyese o se rindiera, quedó vivo para contarlo.

Nuestro maestre de campo tenía razón.

El pánico enemigo fue nuestro principal aliado, y no tuvimos muchas bajas.

Diez o doce, a lo sumo, entre muertos y heridos.

Lo que es, pardiez, poca cosa si se compara con los dos centenares de herejes que el pueblo enterró al día siguiente, y con el hecho de que Oudkerk cayó muy lindamente en nuestras manos.

(…) Luego empezó el saqueo.

Según la vieja usanza militar, en las ciudades que no se rendían con la debida estipulación o que eran tomadas por asalto, los vencedores podían entrar a saco; que con la codicia del botín, cada soldado valía por diez y juraba por ciento.

(…) Lo que dio lugar, imagínense, a escenas penosas; pues los burgueses de Flandes, como los de todas partes, suelen ser reacios a verse despojados de su ajuar, y a muchos hubo que convencerlos a punta de espada.

(…) No hubo violencia con las mujeres, al menos tolerada.

Ni tampoco embriaguez en la tropa; que a menudo, hasta en los soldados de más disciplina,

ésta suele aparejar aquélla.

Las

órdenes en tal sentido eran tajantes como filo de toledana, pues nuestro general en jefe, Don Ambrosio Spínola, no quería indisponerse aún más con la población local, que bastante tenía con verse acuchillada y saqueada como para que encima le forzasen a las legítimas.

Así que en vísperas del ataque, para poner las cosas en su sitio y por aquello de más vale un por si acaso que un quién lo diría, ahorcóse a dos o tres soldados convictos, propensos a los delitos de faldas.

Que ninguna bandera o compañía es perfecta; e incluso en la de Cristo, que fue como

él mismo se la quiso reclutar, hubo uno que lo vendió, otro que lo negó y otro que no lo creyó.

(…)

Jaime era como yo mochilero, o sea, ayudante o paje de soldado; y juntos habíamos vivido suficientes fatigas y penurias para considerarnos buenos camaradas.

(…) En cuanto a mí, que a esas alturas de mi aventura flamenca ya había decidido ser soldado cuando cumpliese la edad reglamentaria, todo aquello me sumía en una especie de vértigo, de ebriedad juvenil con sabor a pólvora, gloria, exaltación y aventura.

Así es, voto a Cristo, como llega a verse la guerra con la edad de los versos de un soneto

(…).

Nunca olvidaré el modo en que aquellas gentes nos miraban a nosotros, los españoles, allí en Oudkerk como en tantos otros lugares; la mezcla de sentimientos, odio y temor, cuando nos veían llegar a sus ciudades, desfilar ante sus casas cubiertos por el polvo del camino, erizados de hierro y vestidos de andrajos, aún más peligrosos callados que vociferantes.

Orgullosos hasta en la miseria

(…).

Éramos la fiel infantería del Rey católico.

Voluntarios todos en busca de fortuna o de gloria, gente de honra y también a menudo escoria de las Españas, chusma propensa al motín, que sólo mostraba una disciplina de hierro, impecable, cuando estaba bajo el fuego enemigo.

Impávidos y terribles hasta en la derrota, los tercios españoles, seminario de los mejores soldados que durante dos siglos había dado Europa, encarnaron la más eficaz máquina militar que nadie mandó nunca sobre un campo de batalla.

(…) Tras largas décadas de reñir con medio mundo, sin sacar de todo aquello más que los pies fríos y la cabeza caliente, muy pronto a España no le quedaría sino ver morir a sus tercios en campos de batalla como el de Rocroi.

Y fieles a su reputación a falta de otra cosa, taciturnos e impasibles, con las filas convertidas en aquellas torres y murallas humanas de las que habló con admiración el francés Bossuet.

Pero, eso sí, hasta el final los jodimos a todos bien.

(…)

Éramos la ira de Dios.

Y bastaba echarnos un vistazo para entender por qué: hueste hosca y ruda venida de las resecas tierras del sur, peleando ahora en tierras extranjeras, hostiles, donde no había retirada posible y derrota equivalía a aniquilamiento.

Hombres empujados unos por la miseria y el hambre que pretendían dejar atrás, y otros por la ambición de hacienda, fortuna y gloria, y a quienes bien podía aplicarse la canción del gentil mancebo de Don Quijote: A la guerra me lleva mi necesidad; si tuviera dineros no iría en verdad.

(…)

Al rodear el edificio vi que dos individuos amontonaban en el exterior libros y legajos que sacaban apresuradamente por una puerta.

Aquello tenía menos visos de pillaje

–raro era que en pleno saco alguien se ocupara de conseguir libros– que de rescate obligado por el incendio

(…) Le calculé de veinte a veinticinco años.

–Podrías echar una mano

–gruñó, al advertir la descolorida aspa roja que yo llevaba cosida al jubón– en vez de estarte ahí como un pasmarote.

(…)
De pronto, aquel soldado anónimo me había hecho entender que hay, a veces, cosas más importantes que hacerse con un botín.

Aunque

éste suponga, tal vez, cien veces tu paga de un año.

Así que aspiré cuanto aire pude, y cubriéndome boca y nariz con el lienzo que saqué de mi faltriquera, agaché la cabeza para esquivar las vigas que chisporroteaban a punto de desplomarse y fui con ellos entre la humareda, cogiendo libros de los estantes en llamas, hasta que hubo un momento en que todo fue calor asfixiante

(…) y desaparecían tantas horas de estudio, tanto amor, tanta inteligencia, tantas vidas que podían haber iluminado otras vidas.

(…) A nuestros pies había, a salvo, dos centenares de libros y antiguos legajos de la biblioteca.

Una décima parte, calculé, de lo que se había quemado dentro.

(…)

–Algún día

–añadió– recordarás lo que hiciste hoy.

(…)
Me apoyó una mano en un hombro y con la otra estrechó la mía.

Fue un apretón cálido y fuerte; y luego, sin cambiar palabra con el holandés que colocaba los libros en pilas como si se tratase de un preciado tesoro

–y ahora conozco que lo era–, echó a andar alejándose de allí.

Pasarían algunos años antes de que volviese a encontrarme con el soldado anónimo

(…).

Se llamaba Pedro Calderón: Don Pedro Calderón de la Barca.

(…)

Anduve en busca del capitán Alatriste, a quien encontré bien de salud con el resto de su escuadra

(…) junto al muelle.

El capitán y sus camaradas habían sido encargados de atacar aquella parte del pueblo, a fin de incendiar las barcas del muelle y poner mano en la puerta posterior, cortando de ese modo la retirada a las tropas enemigas del recinto.

(…) Sonreía fatigado y algo distante, con esa mirada que les queda impresa a los soldados después de un combate difícil.

Una mirada que los veteranos de los tercios llamaban del

último cuadro y que, con el tiempo que yo llevaba en Flandes, había aprendido a distinguir bien de las otras: la del cansancio, la de la resignación, la del miedo, la del toque de degüello.

Aquélla era la que te queda en los ojos después que hayan pasado por ellos todas las otras

(…).

Todos se holgaron de verme bueno y entero, pues conocían mi difícil tarea en el puente levadizo, aunque no hubo grandes aspavientos por su parte; de un lado no era la primera vez que yo olía la pólvora en Flandes, del otro ellos mismos tenían asuntos propios en que pensar, y por demás no eran del tipo de soldados que pregonan en exceso lo que, en el fondo y por oficio, no es sino obligación de todo el que cobra paga de su Rey.

(…)

–Después de tres meses ayunos de paga

–comentaba Curro Garrote, limpiando los anillos ensangrentados del holandés muerto– esto nos da cuartel.

Al otro lado del pueblo sonaron clarinazos y redobles de trompetas y cajas.

(…) Al frente iban caballos y banderas con la buena y vieja cruz de San Andrés, o de Borgoña: el aspa roja, enseña de los tercios españoles:

–Es Jiñalasoga

–dijo Garrote.

Jiñalasoga era el apodo que daban los veteranos a Don Pedro de la Daga, maestre de campo del tercio viejo de Cartagena.

(…) Nadie que conociese la afición de nuestro maestre de campo a ahorcar a sus hombres por faltas a la disciplina albergaba dudas sobre la oportunidad del mote.

(…).

Venía por el dique a tomar posesión oficial de Oudkerk con la bandera de refuerzo del capitán Don Hernán Torralba.

–A media mañana llega

–murmuró Mendieta, malhumorado–.

Y con todo el tajo hecho, o así.

(…)

–Los maestres de campo siempre llegan a media mañana

–dijo

(Alatriste), y en sus ojos glaucos y fríos era imposible conocer si hablaba en serio o de zumba–.

Que para eso ya madrugamos nosotros.
