
[Soledad de la Rosa]

Bien aseada y con el vestido empacado dejado en su habitación, resolvió darse una vuelta.

Bajó a la fuente del acero, donde menudeaban damas y otras personas que tomaban el agua por sus propiedades curativas.

Se fijó en las primeras, pues hacía mucho tiempo que no frecuentaba ambientes cortesanos y las modas cambian.

Tras analizar bien gestos y comentarios, bajó en busca del lacayo Manuel.

La dirección que le habían dado estaba, sorprendentemente, lindando con el Alcázar Real.

Era un palacete grande y viejo en cuya puerta entreabierta se escuchaban voces apagadas y el chocar de dos aceros.

Disimuladamente, se asomó al interior.

Dos hombres se batían con espadas negras de entrenamiento y gruesos petos de cuero bajo la atenta mirada de un tercero, maduro y aristocrático, que corregía sus movimientos con un bastón.

-Don Manuel, sois harto aficionado a parar en remesón, sabed que el batimento desequilibra la guardia del contrario, y en consecuencia se puede intentar un movimiento trepidante, en este caso uñas afuera con un movimiento de la hoja remiso o natural.

El maestro de esgrima reparó en la puerta, apoyándose la mano enguantada en la cadera.

-Si mi señora desea mirar la verdadera filosofía y destreza de las armas, puede ocupar asiento bajo los soportales.

Entró sin más, saludando con la cabeza.

Ató cabos y reconoció al hombre.

Era el maestro de armas del rey, don Luis Pacheco de Narváez.

Tomó sin más, asiento en la base de una columnata.

Manuel la reconoció, saludándola con la cabeza y una sonrisa.

Prosiguió sin más la clase.

Como mujer que era, no pudo evitar maravillarse al contemplar a tres hombres vigorosos y diestros batiéndose con compases armónicos y peligrosos, sus miradas calculdoras, los gestos rápidos y la caballerosidad que mostraban al vencer o ser derrotados.

Acabada la clase, el lacayo se acercó a ella, secándose el sudor en un paño perfumado.

-¿Que se le ofrece a mi señora?- preguntó.

-Detalles.

-Ah, lo supuse- repuso, sonriente- disparad a placer.

-Donde y como viajaremos, por ejemplo.

-Mañana a las ocho en Lavapies, en una corrala que se ve abierta desde la calle, propiedad de uno de los arrendados del señor.

Habrá allí un coche con dos caballos, sin heráldica en la puerta, de color negro.

El cochero es hombre de confianza, y carga una pistola en su macuto, por si los imprevistos.

-¿Como reconoceré al tal Alberto del Castillo?

-Yo os lo señalaré, aunque presentaros será cosa vuestra, pues yo tendré que escoltar a la otra dama.

-Entiendo.

Parece sencillo.

.

.

-Lo es.

Aquel hombre ya la miraba con ojos de interés, asi que resolvió levantarse, despidiéndose.

Se marchó, sintiéndose blanco de todas las miradas.

Anduvo callejeando hasta la Taberna del

Ángel, donde ya era la hora del condumio.

Sentóse en una mesa, reflexionando.

Era un dia extraño, pues a veces le daba por pensar en ese lindo con quien había amanecido.

Intentó alejar de su mente las palabras amor o sentimiento, pues conocía demasiado bien a los hombres.

Miró a la moza de la taberna, que la saludó con una sonrisa.

Despues de servirle la comida, llevó

él mismo su plato al patio donde ella estaba fregando los cacharros, ayudándola en el menester mientras le comentaba los pormenores.

Comenzaba a caerle bien esa chica coqueta.

Rieron juntas un rato, bromeando acerca de mil y un temas.

El hosco tabernero pasó un par de veces su lado, entrando a la despensa, dispesándole un par de miradas extrañas.

-Debe de ser una tortura trabajar con

él- comentó.

Se quedó allí hasta por la atardecida cuando, tras despedirse de la chica con una sonrisa, fue una noche más a ganarse el jornal con su perro oficio.
