JUDÍO, ALÉRGICO Y VEGETARIANO

Se llama Daniel Sherr, habla siete idiomas, es neoyorkino y muy amigo mío.

Alguna vez lo mencioné de pasada en esta página.

También es el mejor traductor simultáneo del mundo, utilísimo para alguien que, como yo, habla inglés como los indios de las películas de John Ford: yo venir en gran pájaro metálico, yo querer agua de fuego, yo ciscarme en gran padre blanco de Washington que habla con lengua de serpiente, etcétera.

Así que cada vez que viajo a los Estados Unidos para presentar una novela, exijo llevarlo de escolta, y hacemos la tournée taurina-musical en plan Dúo Sacapuntas, con gran

éxito de público y crítica, sobre todo por su parte, pues es tan concienzudo y tan serio traduciendo las barbaridades que les suelto a las amas de casa de Wisconsin, por ejemplo, que la gente piensa que está de cachondeo, y lo adoran.

Además, Daniel es un profesional cultísimo e impecable.

Un mercenario cualificado, como a mí me gustan.

Traduce literal, perfecto, preciso cual bisturí, sin arquear una ceja haga yo lo que haga pasar por su boca, aunque a veces suelto complejas atrocidades para ver cómo se las apaña.

En Los

Ángeles, hace nada.

tradujo lo de:

«Ese cabrón analfabeto de George Bush y la pandilla de gansters paranoicos de ultraderecha que tiene secuestrada la libertad en este país y nos están jodiendo a todos» de carrerilla Y sin alterarse, pese a la cara de espanto que ponía la periodista que me entrevistaba.

Luego sacó de la mochila una manzana y se puso a morderla, tranquilo.

Entre otras muchas cosas

-excéntrico, antitabaquista, ciclista, ecologista- Daniel también es judío, alérgico y vegetariano.

Como no hace comidas normales, necesita reponer energías a todas horas, y su mochila es una especie de súper ambulante: fruta.

verduras, tuperwares con arroz.

Verlo comer o buscar pasto que no lo envíe directamente a las tinieblas exteriores de la ley mosaica o a la unidad de cuidados intensivos de un hospital es como para hacer fotos: sólo puede ingerir arroz, fruta, verdura y pollo.

Si huele el pescado entra en coma, los huevos le bloquean la glotis, la carne de ternera le desprende las uñas, o yo qué sé.

La leche.

Quiero decir que también la leche le sienta como una patada en el hígado.

A veces me acompaña a cenar

-saca brócoli del bolsillo y lo mastica en plan Bugs Bunny mirando con desconfianza a los camareros-, y luego, cuando me voy al hotel a las tantas de la noche, se larga con una bicicleta alquilada al barrio chino, en busca de arroz hervido.

También tiene un corazón de oro.

Ama al género humano, es bondadoso y asquerosamente sociable.

Cuando entra en un avión o en un ascensor se enrolla con el primero que encuentra, y uno y otro terminan contándose intimidades que a mí me sonrojan.

Es dulce con los perros y con los niños, y cada vez que ve a un zagal empieza a hacerle muecas y a darle conversación en cualquier idioma.

El problema es que, como tiene pinta extravagante y viaja con extraños pañuelos al cuello y camisetas espantosas, las madres se acojonan y apartan a sus hijos, alarmadas, mirándonos como si

él fuera un paidófilo psicópata y yo su cómplice.

Y con los policías, para qué hablar.

Cualquier paso de Daniel por un control de viajeros con rayos equis es un espectáculo.

En primer lugar

–ya dije que es ecologista acérrimo-, cada vez que llega a un hotel pregunta si allí reciclan.

Y si la respuesta es negativa, va metiendo en un maletón enorme todos los papeles, periódicos, revistas, plásticos y botellas que encuentra, y viaja con todo eso a cuestas de ciudad en ciudad, de país en país, el hijoputa, hasta llegar a su casa, donde distribuye cada cosa en el contenedor correspondiente.

En los Estados Unidos, con policías acostumbrados a las sectas y a los majaras y a toda esa murga, tiene un pase.

Pero imagínense el cuadro cuando viene a España

-trabaja mucho en Madrid y Barcelona-, en los aeropuertos, intentando convencer a un guardia civil de que los veintisiete cascos vacíos de botella son para reciclarlos en Nueva York, o de que la fruta que lleva no puede pasar por la máquina detectora porque las radiaciones, dice, destruyen las vitaminas.

Yo suelo pasar por su lado como si no lo conociera, y lo espero al otro lado hasta que llega media hora después, arrastrando la maleta medio deshecha y mal cerrada, indignado, sudoroso, lamentando la falta de conciencia del mundo en que vivimos.

El Semanal, 22 de agosto de 2004